“¿Qué dijo el plato sobre el tiro en el poste de Pinilla?”, preguntó el niño. El padre lo miró extrañado, como si se hubiera hablado de un fantasma errando por algún rincón de la casa. “Dijo que fue un tirazo”, respondió el tipo tras unos pocos segundos en los que trató de situar tiempo, espacio e imaginación. “¿Y qué pensó la mesa sobre el pelotazo de Pinilla?”, arremetió de nuevo el pequeño. “Que también fue un bazucazo que por poco rompe el travesaño”.

“Y las paredes, el techo, la puerta, la pasta de dientes, el teléfono y el paraguas, ¿qué piensan del tiro de Pinilla?”. “Todos creen que fue un gran tiro, que mereció ser gol”, contestó un padre asombrado por la vida que iban tomando cada uno de los elementos cotidianos, que desde ese momento vertían una respuesta sobre una jugada que va a quedar en los anales del fútbol chileno como el gran “si hubiera entrado” que les rondará en el inconsciente colectivo.

La historia continuó con una lista interminable de cosas a las que era menester indagar una opinión. Las toallas absorbentes, los vasos plásticos, los zapatos de charol y los de fútbol, el reloj de pulsera, la revista de cromos, los cubiertos metálicos pasaron por un estudio de mercado de resultado unánime: que la jugada había sido una gran jugada, que la suerte final se había definido por cinco centímetros que después penaron en la tanda de penales y que, considerando el colapso brasileño en sus dos últimos partidos mundialistas, hubiese sido mejor que el tiro de Mauricio Pinilla, delantero centro de la selección chilena y del Génova italiano, se hubiera convertido en gol en el Mundial de Fútbol del 2014.

Ya han pasado seis meses después del evento y la gente a veces se topa de manera inaudita con las imágenes de ese espejo retrovisor que llamamos memoria colectiva, que marca lo que queda como recuerdo permanente –y, por ende, como definición– de un año determinado. La gracia de eventos como un Mundial es la de generar iconografías comunes que tienden a convertirse en fetiches inconscientes para millones de personas. Es un proceso que no hace distingo de nacionalidades, sexo, edad ni raza. Un niño de cinco años puede darle vida a todo un universo inanimado recordando una jugada que todavía reverbera por el movimiento telúrico que produjo en el travesaño del arco brasileño. Y, sobre todo, por el drama de haberse ejecutado a un minuto del cierre del segundo tiempo suplementario, justo en el momento en que un gol así, por lo definitivo, hubiera significado un reparto igualitario de gloria para los chilenos y de ruindad para los organizadores.

Se pueden repetir, desde diferentes tribunas y países, preguntas sobre hechos que pudieron haber cambiado destinos. Como el penal a favor de Holanda, cobrado tras un teatral piscinazo de Robben al finalizar el partido contra México. O las dos jugadas de la final que tuvieron a Higuaín como protagonista: una definición de principiante en la oportunidad soñada por un goleador y el penal enorme de Neuer. O el destino italiano si el árbitro veía esa especie de casting para películas de vampiros que Suárez representara poco antes del gol uruguayo. O el bumerán que significó ese ataque ecuatoriano de último minuto cuya desprolijidad propició un fulminante gol suizo. O los siete goles germanos ante Brasil… Perdón, ahí ni Walt Disney podía revertir ese tipo de fantasías hechas realidad.

No obstante, lo del tiro de Pinilla tiene un capítulo aparte, que se recordará más allá del territorio araucano. Amén de que el Brasil-Chile fue uno de los partidos más vistos y comentados de la cita futbolística por el dramatismo y lo parejo del encuentro, la jugada tuvo el sabor de un epílogo sin punto final, con su dejo de misterio y la confirmación de la frase de Joaquín Sabina, esa de que no hay nostalgia peor que lo que nunca jamás sucedió.

Empero, la moraleja radica en que en un escenario anual que vio emerger con fuerza al Estado Islámico, que presenció dos desgracias aparejadas por las palabras Malasia y avión, que revivió las tensiones propias de la guerra fría, que se atemorizó frente al combate contra el ébola, que repitió su plato de abominaciones, tropelías, atropellos, redenciones, glorias y vicisitudes varias, fueron un balón, un rectángulo verde y las imágenes de impensados héroes y villanos en suelo brasileño, los que marcarán para muchos el sino de un 2014 que se despide. (O)

La gracia de eventos como un Mundial es la de generar iconografías comunes que tienden a convertirse en fetiches inconscientes para millones de personas.