Es el poder, y eso se sabe desde siempre. No es una sustancia que ingresa en el organismo para modificar la bioquímica cerebral y producir así sus efectos psicotrópicos, aunque su eficacia tampoco sería ajena a la de los químicos. Es una posición en una estructura social que proporciona sensaciones más intensas que las de cualquier droga, supongo que actuando indirectamente para incrementar endorfinas, noradrenalina y en particular dopamina: el neurotransmisor de la euforia y del placer, cuyos niveles también se elevan en los episodios psicóticos. Para desarrollar esta adicción se requiere una predisposición particular. Algunos psiquiatras hablarían de un trastorno de personalidad, y ciertos psicoanalistas dirían que una estructura de borde. Para esos adictos, da lo mismo.

Como cualquier droga, el poder produce acostumbramiento y tolerancia. El primero indica que el sujeto desarrolla una dependencia física y psicológica, y ello exige el consumo habitual del poder para mantener con regularidad los efectos deseados y evitar un síndrome de abstinencia. La tolerancia quiere decir que con el tiempo disminuye la sensibilidad a la droga, y el adicto requiere cada vez mayores dosis de poder para sentir los mismos efectos. En esta adicción, los efectos más comunes son bienestar, euforia, embriaguez, hiperactividad, verborrea, disminución del sueño, aumento del apetito, elación, omnipotencia, megalomanía y alucinaciones. Como el consumo consume, estos efectos son transitorios y deben reanimarse permanentemente mediante aquellos actos, ceremonias y ritos que en los adictos al poder equivalen al consumo habitual de sustancias en los farmacodependientes ordinarios.

El bienestar y la euforia del poder superan la hilaridad contagiosa de la “chistosa” que conocen los consumidores de marihuana. Su embriaguez permanente no le da tiempo al “chuchaqui” que aparece con el alcohol. La hiperactividad, insomnio, verborragia y elación propios de esta adicción son más intensas que las producidas por la aspiración de cocaína o la ingestión de anfetaminas. Su voracidad es superior a las “leonas” cannabinoides. La omnipotencia de los adictos al poder los empuja a conductas temerarias en las que se exponen a la muerte, de manera más real que los “nirvanas” de los morfinómanos y los “sustos” de los fumadores de “basuco”. La megalomanía de los poderosos se complementa con sus episodios paranoicos, que son más duraderos y peligrosos en sus imaginarias consecuencias que las “persecutas” desencadenadas por cocaína o anfetaminas, o que los “triquis” del cannabis. Sus alucinaciones panorámicas son más amplias y “bon vivants” que las visiones del LSD. Finalmente, parece que en algunos casos, y con los años, la adicción al poder puede causar daño cerebral y demencia semejante al alzheimer.

La adicción al poder puede darse en toda persona predispuesta que goce de esta posición en cualquier campo de las asociaciones humanas: política, dirigencia futbolística, medios de comunicación, academia, instituciones públicas, empresas privadas, sindicatos, comunidades, clero, fuerzas armadas, gremios profesionales, etcétera. En casi todas las sociedades, y a diferencia de las farmacodependencias, la adicción al poder está bien vista, es festejada por el público, otorga prestigio, suscita identificaciones y es legal. ¿Será por eso que los ecuatorianos actuaremos como “coadictos” consintiendo sin chistar que los asambleístas modifiquen nuestra Constitución para proteger y garantizar esta adicción donde ocurriere y sin mencionarla explícitamente? (O)