Cuando yo tenía 12 años, edad en la que todavía se contempla al mundo con los ojos del alma, falleció en Guayaquil mi abuelo materno Luis Enrique, un cáncer no le permitió llegar a los 70 años... Disfrutaba cuando la parentela quiteña invadía su casa, nos llevaba a pasear por el malecón, los cerros que rodean a la ciudad amada, la avenida 9 de Octubre o el estero Salado. Nunca faltaban las escapadas al mar. Gracias a él, Guayaquil se convirtió en nuestro sinónimo de vida, ruido, música, cariño.

Los meses anteriores a su partida solía visitar su hogar un sacerdote alegre con aires militares y una sotana impecable. Sin restarle nada a su porte marcial, se notaba en su chispeante mirada un interés por los pequeños, algo poco usual en los visitantes de la casa. Preguntaba nuestros nombres y se los aprendía de inmediato, generando en nosotros esa ingenua vanidad del niño que se siente importante y querido. Nos asombraba con un juego con los dedos de las manos, hacía como si uno de sus pulgares se separara de la mano y, ante nuestras caras de asombro, procedía a explicarnos el truco para que a su vez se lo hiciéramos a nuestros amigos.

Este sacerdote fue el padre Luis Martínez de Velasco Farinós (del Opus Dei, y escritor y articulista por más de 30 años de Diario EL UNIVERSO, español nacionalizado ecuatoriano, quien falleció hace un mes, el 21 de noviembre del 2014), transmitía un optimismo inquebrantable a toda la familia en momentos de profundo dolor, de principio a fin.

Un día entre broma y broma, me dijo algo serio que me dejó de piedra: “¿Sabías que yo te bauticé?”, a partir de ese momento pasé a ocupar un lugar privilegiado –al menos así pensaba en mis profundidades siempre inquietas– en el grupo de primos. ¡Haber recibido el bautizo de ese sacerdote admirable!

La primera visita familiar, después del duelo, fue al padre Martínez de Velasco. No sabíamos cómo pagar esa dosis de esperanza regada a manos llenas, en momentos proclives a la desesperanza. Recuerdo con nitidez que me preguntó si tenía buenas notas en el colegio, le dije que era el segundo de la clase y me animó a llegar al primer puesto, por amor a Dios. No sé qué habrá visto en mí, pero me regaló, como quien transmite un tesoro, uno de sus libros con meditaciones para niños. En la dedicatoria escribió, con su trazo fuerte y elegante: “Para Jimmy Baquero Jr., rogándole que se acuerde de pedir por quien le bautizó. Guayaquil, 17-III-87”. La vida tiene sus giros inesperados: de su libro aprendí a hacer oración; de su mirada, a admirar en todos su lado positivo; y de su vida, pues a entregar también mi vida al servicio de los demás.(O)

Jaime Baquero de la Calle Rivadeneira,
Doctor en Derecho Canónico, Quito