Y a pesar de que andamos al filo del fin de año como de una cuerda floja y de que nos convencen de que algo está a punto de cambiar. Y a pesar de que nos bombardean con publicidad que nos convence de que es la hora es la hora, es la hora de ser feliz, porque es Navidad y tenemos que comprar, compartir, amar, vivir en paz, renacer, salvarnos. Y a pesar de los discursos surgidos de tradiciones a las que nos hemos asimilado y de la seducción de vidas ideales nacidas de los sueños alienantes del marketing, seguimos siendo, en el fondo, seres atípicos y frágiles, tan mínimos como desbordantes, efímeros como eternos. Viviendo aventuras individuales que calzan tan mal con los cuentos de Navidad y de Año Nuevo que se esperan de nosotros…

Todo empezó a causa del conductor del bus número 69, en dirección al Herzzentrum: Centro del Corazón (el hospital universitario de Leipzig, especializado en enfermedades cardiacas), porque me dijo que debía bajarme en la última estación y no en la antepenúltima. Tendría que haber obedecido a mi corazonada y bajarme frente al edificio cilíndrico rodeado de pabellones grises, al cual reconocí enseguida como el hospital psiquiátrico. Pero no, el conductor se atribuyó los talentos de un Virgilio guía y me abrió la puerta, automática, para descender a los infiernos. En medio de la nada, el desolador paisaje en el cual se convierten los campos a fines de otoño, se erige media decena de hospitales. Y a lo largo de sus pasillos, y a campo traviesa, anduve en búsqueda del pabellón de psiquiatría para adultos.

Primero querrán saber ustedes qué buscaba yo en un hospital psiquiátrico: mis llaves. Esa mañana, por estar pensando en los piqueros de patas azules de las Galápagos, salí de casa, cerré la puerta y ya mientras oía el irreparable trac que traba la cerradura, me di cuenta de que había dejado las llaves y el celular adentro, en la cálida comodidad del hogar. Resignada y optimista, tomé la mano de mi hija y me dije: En fin, vamos a la escuela, ya veremos después cómo me las arreglo.

Lo cierto es que terminé llamando, cada media hora, al único número que conozco de memoria, desde una cabina telefónica. Hasta que me contestaron: “Sí, claro, tengo la copia de tus llaves, pero en mi apartamento. Pásate por la recepción del hospital, te dejo ahí mis llaves, vas a mi casa (no fisgonees por ahí, te conozco) y en el cajón de mi escritorio encontrarás tus llaves. Buena suerte, chao, ya llega mi próximo paciente”.

Así que una hora más tarde me bajaba del bus 69, en la parada equivocada, y empezaba mi travesía. Sabía que el Centro del Corazón no era un manicomio (¿debería serlo?), eso está claro hasta para un extranjero perdido en los meandros del sistema alemán. Pero de todas maneras entré al hospital, no sé si obligada por el frío o con la esperanza de que en la recepción alguien me pudiera explicar dónde quedaba el psiquiátrico. No me pregunten por qué, pero terminé en Radiología y cuando me acerqué a pedir direcciones me miraron bastante mal, como si me estuvieran escaneando para buscarme la piedra de la locura, con sus ojos radiológicos. Tres eran los que me miraban así y yo, valiente, mantuve los ojos en alto, hasta que una dijo: “Sí, obviamente está usted perdida, salga por allá (hizo un gesto vago señalando un pasillo con decenas de puertas de cristal), vaya a la izquierda, pase el edificio del laboratorio, atraviese el descampado y llegará al psiquiátrico. Y entonces tiene que buscar la puerta principal, porque esa es la parte posterior del edificio”. En teoría, esa explicación les sonará plausible, pero yo no lograba aparear las palabras con el paisaje que me rodeaba. Así que pedí más detalles hasta que uno que al parecer era el jefe de la recepción (uno de esos que según Modiano odian a las mujeres y no se atreven a amar a los hombres, y han sido históricamente responsables de más de un genocidio) perdió la paciencia y me dijo: “Siga las instrucciones que le acaba de dar la colega y salga de aquí”.

Salí (luego de buscar durante diez minutos la puerta y de contemplar a decenas de enfermos en los pasillos) y por supuesto no giré a la izquierda, porque el único descampado que reconocía entre las brumas estaba a la derecha. Al laboratorio no lo vi nunca. Pero mientras atravesaba una interminable ladera de hierba húmeda y reconocía a lo lejos los pabellones del psiquiátrico, me preguntaba por qué a los seres humanos nos resulta tan difícil encarar la vida, amarla, agradecerle cada amanecer.

Al llegar a la parte posterior del edificio elegí el lado equivocado para bordearlo y terminé en el jardín donde los pacientes siembran flores. Y por algún macabro juego del destino fui a parar al pabellón de niños: un ser humano chiquito y rubio pateaba una pelota roja, cuyo curso en pos de una pared, impresionantemente recto, se desviaba por los renglones torcidos de la marginalización de la locura.

Durante media hora di vueltas alrededor del psiquiátrico (en búsqueda de la puerta de acceso), donde eruditos doctores alemanes intentan reparar el cerebro de seres humanos a quienes lo que se les rompió es el alma. Ni el Centro del Corazón les vendría bien, porque ahí solo se operan aurículas y ventrículos, y no existen medicinas para los dolores de la soledad y la infancia perdida.

Y así va terminando mi viaje navideño al infierno de la miseria espiritual y las limitaciones de la ciencia para comprender el alma. Finalmente llegué a una recepción, retiré una llave de manos de una empleada malhumorada, busqué mi propia llave en un departamento lleno de secretos. Volví entonces a casa y me rendí ante la desoladora evidencia de que las puertas del calendario y los nombres de las paradas del autobús representan una idea equivocada de la vida. Como si hubiésemos enjaulado al devenir del tiempo entre los barrotes de una medición que nos marginaliza, como a locos en un psiquiátrico. Y convertimos al calendario en la evidencia del fracaso de nuestro modelo de civilización. (O)

Y a pesar de los discursos surgidos de tradiciones a las que nos hemos asimilado y de la seducción de vidas ideales nacidas de los sueños alienantes del marketing, seguimos siendo, en el fondo, seres atípicos y frágiles, tan mínimos como desbordantes, efímeros como eternos.