Viviana Bonilla Salcedo

El pasado viernes 31 de octubre, el alcalde de Guayaquil realizó la entrega de varias esculturas, entre las que se destacan la de dos niños, un betunero y un vendedor de periódicos.

Una escultura pretende recordar u homenajear públicamente la vida, obra o los ideales de algún personaje, un pueblo o de algún motivo de relevancia para una sociedad. En general, todas encierran un valor cívico que se procura mantener, defender o apreciar.

Como guayaquileña rechazo totalmente la colocación de una escultura de un niño vendiendo periódico y mucho más la de un niño betunero, pues esta última está elaborada de forma tal que invita a quien la aprecia a sentarse y simular que un niño le lustra el zapato. Si la decisión de construir una escultura que evidencie una problemática social fue la motivación del Municipio, los mecanismos pudieron haber sido otros sin que estos implicaran una representación jocosa de una de las deudas sociales históricas más grandes que tenemos como sociedad, con los niños y niñas, no solo de Guayaquil sino de toda la región: la erradicación del trabajo infantil.

La sonrisa con la que el alcalde y los turistas se toman fotos en la referida escultura, no es la misma que tienen los niños y niñas que día a día lustran zapatos como una forma de sobrevivir y obtener ingresos para su hogar, cuando deberían estar edúcandose y jugando. Bien dice el presidente, no confundamos lo que es normal con lo que es común y nunca hagamos de la pobreza un sinónimo de folclore.

En la edición del sábado 27 de noviembre de 2004, Diario EL UNIVERSO publicó un artículo en donde Carlos Mora Vergara, quien se ha dedicado por años a este oficio, sostenía que siempre recibió represión por parte de los policías metropolitanos y que a los 11 años de edad, por lustrar zapatos en el aeropuerto (1995, en la alcaldía de Febres-Cordero), permaneció encerrado durante una semana en el Hogar de Tránsito, junto a otros dos compañeros de trabajo.

Represión que aún existe a lo largo de todas las denominadas zonas regeneradas, y que les impedirá apreciar esa “obra”, aún a quienes supuestamente están representados, pues serán masacrados a toletazos por los policías metropolitanos.

Escribo esta carta no como funcionaria pública sino como una joven guayaquileña que no desea, ni puede callar frente a la mayor representación de injusticia, de atropello y de humillación, financiada con el dinero de todos los guayaquileños. Cierto es que un artista es libre de diseñar lo que le parezca, y en una ciudad abierta a todas las manifestaciones artísticas (que no precisamente es Guayaquil, sino recordemos la golpiza a los jóvenes en los bajos del Municipio por realizar un flashmob), pueden exhibirse todo tipo de obra que no atente contra la moral y las buenas costumbres, pero muy distinto es que la ciudad en su conjunto, representada por su alcalde, con los recursos de todos los guayaquileños entregue una escultura que representa el trabajo infantil en un diseño indigno. Ojalá estimado lector, cuando pase por esa “obra” celebrada por el alcalde, no tome asiento en aquella silla de la complicidad social que han colocado para que con comodidad pueda ser fotografiado mientras la representación de un niño, desde el piso, brilla su zapato.

Jamás la prepotencia permitirá reconocer un error, pero en su afán de hacer prevalecer su verdad ya se escriben hasta incoherencias. En su cuenta de Twitter, el alcalde de Guayaquil sostiene que los betuneros y canillitas son parte de nuestra historia y que son una representación del esfuerzo y la superación. Amigo lector, tanta o más indignación como ver esa escultura es leer esta afirmación del alcalde de mi ciudad. Para José Núñez Christiansen, director municipal de Urbanismo, Avalúos y Registro, lo que se quiere es “rememorar con figuras urbanas a escala natural y representativas, no monumentos, sino esas remembranzas cívicas, costumbristas, folclóricas y artísticas de la ciudad a fin de que interactúen con los visitantes”.

Vergüenza ajena, como sociedad, con los niños y niñas que se dedican a esta labor por una necesidad de ingresos, que sean considerados por el Municipio de su ciudad como parte del folclore.

Con el alcalde de Guayaquil no solo me separan ideas políticas de administración pública, sino una visión del ser humano y su rol en la sociedad.

El trabajo infantil es parte de una problemática social con la que este Gobierno lucha diariamente. No en vano, más de 400 mil niños y niñas han dejado de trabajar en florícolas, bananeras y minas, para dedicarse exclusivamente a sus estudios.

Finalmente, quiero hacer un llamado a la sociedad en general y a los jóvenes en particular, a no aceptar como normal aquello que nuestra conciencia humanista nos dice que no lo es; a rebelarnos contra toda manifestación, así sea disfrazada de arte, que pretende hacernos reír de lo que como sociedad nos debe causar indignación.

* Recibimos la petición de publicar este artículo de la Abg. Viviana Bonilla, quien escribe “no como funcionaria pública sino como una joven guayaquileña”.

Jamás la prepotencia permitirá reconocer un error, pero en su afán de hacer prevalecer su verdad ya se escriben hasta incoherencias.

Acogemos su solicitud.