La palabreja con que titulo esta columna no existe. Ni siquiera “gramaticología” como fuera de suponer. Me la endilgó un atento lector que se dio mañas para hacerme llegar un mensaje en el cual me descalificaba como crítica literaria. Yo había cometido un error de alguna identificación –origen, estado civil o algo así– de un autor, por la inclinación a citar de memoria. Ya no me acuerdo qué le contesté, pero traigo el hecho a colación por pensar a menudo en la gramática, y cultivarla en lo que vale.

La gramática tiene mala imagen. Deben reflotar en los espantos de la memoria las tediosas horas escolares dedicadas a ella. Deben pesar los términos que nombran los fenómenos de la estructura del idioma. Esos adverbios, complementos, modificadores, proposiciones, morfemas, hechos un batiburrillo en la cabeza frente a la agonía de un examen. Algo pasa permanente en la educación que mientras todos recordamos y practicamos, siquiera las cuatro operaciones básicas de la aritmética, pocos podemos separar los miembros y partes de una oración.

Pero allí está la maquinaria de la lengua funcionando todo el tiempo, aunque no sepamos qué pasa cada vez que la usamos. Como siempre digo a mis alumnos, en analogía que defiendo, podemos conducir un vehículo sin saber mecánica, pero somos excelentes choferes cuando sabemos qué ocurre con el motor en cada movimiento. Y el carro responde con suavidad y nos dura mucho. Conocer el perfecto engranaje del idioma nos faculta más hasta para los voluntarios giros y desvíos. Esos deliberados desvíos se llaman, casi siempre, literatura.

“¿Hay que saber gramática para ser un escritor?”, me preguntan ocasionalmente los jóvenes con afanes creativos. Y yo les describo algunos deslices sintácticos y de diferente índole que he encontrado en varios famosos autores. O en sus traductores. Porque si en la novela La caverna, Saramago llama conjunción al adverbio condicional “si” pudo habérsele pasado por alto también a su traductora oficial, su esposa Pilar del Río. Es célebre el caso de una lingüística peruana que quiso menguar los méritos literarios de Vargas Llosa enlistando la cantidad de veces en que el narrador falla en la conjugación del verbo haber combinado con estructuras de posibilidad.

Y claro que no se reducen esos méritos por aquellos errores. La trascendencia de la obra literaria va por otros caminos: la fuerza de la imaginación, la capacidad simbolizadora, la hondura de las ideas planteadas a base de toda clase de libertades intelectuales e idiomáticas. Los escritores configuran un estilo que resulta del edificio completo de su pensar y su decir.

Esto no significa que deba subestimarse el extraño dominio que brota de un conocedor de gramática. Es –¡otra vez las comparaciones!– como si un deportista entendiera qué pasa con su cuerpo cuando le exige un determinado rendimiento. Y las páginas escritas –sean circunstanciales o de ambiciosa envergadura– brotan llenas de la energía de quién sabe lo que hace.

Estoy convencida de que ese vigor exterior emana de una fuerza de pensamiento, de una actividad racional organizada y cíclica. Por cierto, a ratos, en otra clase de discursos, todo el orden estalla en pedazos e irrumpe la poesía, pero hasta ese raro proceso de desautomatización de la lengua le interesa a la gramática. ¿Se comprende ahora que no me ofendió jamás quien me llamó “gramaticóloga”?