Los escándalos de corrupción política y económica campean aquí y allá. Pero no son nada nuevos: cada día que pasa es claro que los humanos no aprendemos de los males pasados. Para constatar, una vez más, nuestra condición de sociedades que no han completado los objetivos de modernidad, se puede leer la obra del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), que padeció el final del periodo colonial y que no creyó a ciegas que la Independencia era un suceso completamente liberador, pues intuyó que cualquier proceso político y social nuevo conllevaba consigo las taras de su tiempo.

Fernández fue periodista y las autoridades lo encarcelaron por sus denuncias y burlas impresas. En 1811 publicó, en un pliego suelto, un poema que tenía el propósito de denunciar “el descaro con que roban todos”. Con aire jocoso e intención pedagógica dice: “Y así, pues roban tan claro / los hombres, fuera recelos; / claramente acusarélos, / y tú en tus robos verás / que cual menos, que cual más / es toda la lana pelos”. Como activista de las letras, Fernández estaba seriamente decidido a enfrentar la sangría de la corrupción manifestada en la forma descarada del robo general.

En sus versos afirma que comete delito aquel abogado que dilata sin motivo la defensa de sus clientes: “Róbalo si lo ha engañado; / róbalo si con malicia / le hace creer tiene justicia; / róbalo un mal alegato; / róbalo un prevaricato, / y róbalo su estulticia”. En estas estrofas delinquen el escribano, el relator, el procurador y el agente, destapando, así, los yerros del sistema. También “el médico que no cura al pobre” y el boticario que, como remedio, da cualquier cosa al enfermo con tal de pasarle la factura, son objeto de las filosas pullas del escritor. Desde tiempos inmemoriales las sociedades padecemos de los mismos males.

Fernández desnuda las triquiñuelas de los vendedores de ropa y cuestiona a los tenderos que, con pesos y balanzas amañados, engañan. Mas estos latrocinios no siempre son materiales, pues unos se relacionan con la moral: “Cualquier hombre, si es casado / y en tertulias y bureos, / juegos, bailes y paseos, / malvierte lo que ha ganado, / es un ladrón declarado, / supuesto que no limita / la inclinación que le incita; / debiendo considerar / que lo que va a mal gastar / a su familia lo quita”. La mujer que se dedica a su embellecimiento físico puede arruinar el hogar si se aliena en la moda y los lujos “a costa del desperdicio”.

El rico especialmente roba al mostrar indiferencia ante los padecimientos de los pobres. Nada es blanco y negro para Fernández, pues hasta el pobre roba “si es vagamundo y vicioso, / eterno ebrio o jugador”. La degradación abruma: “Roba el amo y el cochero, / el artista, el comerciante, / el sabio y el ignorante, / el rico y el sin dinero; / y tantos roban que infiero, / sin dar enojos ni cocos, / que los más se han vuelto locos, / pues prueban con sus acciones / que los más son los ladrones / y los honrados muy pocos”. Los literatos de antes continúan mostrándonos las miserias humanas del presente.