El rey de la selva come primero, a pesar de que las leonas obtienen el alimento. El hombre y la mujer proveen el sustento a sus familias, pero el hombre come primero. Y se educa primero, en el evento de que no alcance el presupuesto familiar para su hermana. En ciertas zonas asiáticas del territorio que integraría la extinta URSS, antes de la revolución de 1917 no existían las escuelas para niñas. Con el nuevo régimen se instauraron, pero se las castigaba si querían asistir. A la edad en que debían jugar y aprender eran casadas con un hombre escogido por su padre, quien cobraba una dote. Y de la tutela del padre pasaban a la del esposo y del esposo a la del hijo varón, como le ocurrió a Penélope con Telémaco, vástago procreado con el ausente Ulises. Desposadas, debían atender a su marido, criar a sus descendientes, cocinar, limpiar la casa. August Bebel decía que la mujer fue esclava antes de los esclavos.

Ocho décadas después, los talibanes asaltaron el poder en Afganistán y prohibieron la enseñanza a niñas y adultas, convirtiendo las escuelas en seminarios religiosos. Ahora controlan parte de ese país y de Pakistán, donde, para ser consecuentes con su pensamiento, vedan de todo a las mujeres, azotándolas si no se cubren los tobillos, porque es una vergüenza ser mujer y por ello no deben reír en voz alta, asomarse a los balcones, usar tacones, porque llaman la atención. Les mutilan los dedos si se pintan las uñas.

Las niñas en dichas zonas son más vulnerables, por los prejuicios culturales y abusos sexuales, que paradójicamente les acarrea el repudio de una parte de la sociedad y de la tribu. La ley está ausente, no así los drones estadounidenses, que matan por orden de los dueños de las vidas del mundo. Sueldos de hambre, analfabetismo del 83%, mayor en las mujeres, ciertamente. Niños que sostienen a sus familias.

En ese mundo de horror nació Malala Yousafzai, porque los talibanes controlaron su Estado natal pakistaní. Ella protestó y en el 2012 un miembro de un grupo terrorista asociado a aquellos atentó contra su vida. Se salvó, pero ellos han amenazado con matarla, por lo que vive y estudia en Inglaterra, donde recibió la noticia de que se había decidido otorgarle el Premio Nobel de la Paz. Con el apoyo de su padre seguirá luchando por la educación de las niñas y los derechos civiles en general, en una sociedad que privilegia a los hijos varones. Quiere ser política, porque, a despecho de muchos que por comodidad o asco se alejan de esa actividad, en sus adolescentes 17 años no adolece de valentía y cree que es el camino para las transformaciones.

Y en Nigeria, otra organización terrorista islámica desquiciada, Boko Haram, tampoco quiere que se eduquen las niñas. Las secuestran, amenazan con venderlas en el mercado, las violan varias veces y las obligan a convertirse a su fe, so pena de cortarles la garganta. Otras Malalas deben haber surgido ahí, en medio de los musulmanes honestos.

Malala compartirá el premio con Kailash Satyarthi, el hindú que con otras personas de buena voluntad han salvado del trabajo esclavo a 80.000 niños en la India, muchos de los cuales corrieron a abrazarlo cuando se anunció el galardón. Ese país tiene 50 millones de niños trabajadores, el mayor del planeta en ello. La organización de Kailash hace redadas en fábricas y talleres donde se usa la mano de obra esclava infantil, sin informar a la policía, para que no avise a los criminales. Se asesina y apalea a quienes combaten tal explotación.

El 80% de los balones de fútbol con los que se juega en el mundo están cosidos por niños, por menos de medio dólar; hacen alfombras costosas también, aprovechando sus pequeños dedos, que pueden hacer nudos más chicos y duros; laboran en minas, hacen de todo, en todas partes. La Unicef estima que 158 millones de niños de 5 a 14 años trabajan, violando toda ley y principio humano. Muchos en condiciones de peligro, interfiriendo en su educación. Como siempre, los hogares más pobres y de zonas rurales son los más afectados.

En Pakistán, a los cuatro años, un niño fue entregado a un fabricante de alfombras, para costear la boda de su hermano mayor. Por nuevos préstamos tuvo que seguir trabajando doce horas diarias. A los 10 años se fugó y denunció a su amo, que fue condenado y se cerró la fábrica. El niño empezó a denunciar el trabajo infantil esclavo y logró que se clausuraran varios talleres. Le dieron dos premios internacionales, con cuyo dinero construyó una escuela para niños. Uno de los premios se lo confirió una multinacional, que empleaba el trabajo infantil. A los 12 años parecía de 6 por su estatura, padecía asma, había envejecido su rostro. Rechazó la custodia policial que se le ofreció y el consejo de mudarse a otra ciudad. Un día tomó su bicicleta y se acabó su sueño de ser abogado para bregar por su noble causa. Iqbal Masih fue asesinado en 1995. Su espíritu estará presente el 10 de diciembre en Oslo, cuando Kailash reciba el Nobel.

La esclavitud laboral infantil es una pesada herencia de la revolución industrial del siglo XVIII, cuando, a la misma edad en que Iqbal fue vendido, empezaban a trabajar los niños, arrancados de sus hogares donde no podían mantenerlos o de los hospicios, en jornadas de hasta 16 horas diarias, seis días, en condiciones peligrosas, ganando el 10 y 20% del salario que percibían los adultos, con la misma o cercana productividad. Perdían sus extremidades, eran aplastados, decapitados, deformados, quemados, enceguecidos, enfermos, por las máquinas que operaban. Debían soportar el castigo físico, la tortura, la degeneración física y mental, las multas. Si se escapaban, los cazaban como antaño a los esclavos fugitivos y los encadenaban para que no volvieran a cometer la torpeza de querer ser libres. La legislación y la Iglesia Anglicana consagraban el abuso. Charles Dickens fue una de sus víctimas y lo plasmó en su novela Oliver Twist. El capitalismo nació con las manos ensangrentadas de los muchachos. De Gran Bretaña pasó la explotación al resto de Europa y Estados Unidos en el siglo XIX. La indignación debía llegar y llegó, con leyes protectoras, que al principio no se cumplían y siguen sin cumplirse en algunos países del Tercer Mundo, porque los padres de los niños necesitan su trabajo por ser pobres y por la inconsciencia de empleadores y autoridades.

¿Y en Ecuador? Según Unicef y otras entidades, del 55% al 75% de niños y adolescentes en cuatro provincias y la región Amazónica son pobres, la desnutrición infantil se ha reducido, pero en la población indígena es del 42%. Hay abandono escolar, maltrato, discriminación. Aún existen niños que fingen ser adultos en las calles, mendigando o haciendo acrobacias para ganar unas monedas.

Los gobiernos nacionales y locales y la ciudadanía debemos seguir devolviendo a nuestros niños a su jardín de flores, del que nunca debieron salir.

El 80% de los balones de fútbol con los que se juega en el mundo, están cosidos por niños, por menos de medio dólar; hacen alfombras costosas también, aprovechando sus pequeños dedos, que pueden hacer nudos más chicos y duros; laboran en minas, hacen de todo, en todas partes.