Los fundamentos de la Iglesia católica no son negociables, ni están sujetos a plebiscito. Un principio doctrinal, un punto de fe, no puede cambiarse para acomodarlo a determinada situación. La Iglesia no alterará sus bases esenciales aun en el hipotético caso de que el mantenerlas la convierta en una pequeña minoría, tampoco lo hará ante la amenaza de nuevas persecuciones. Sin embargo, no vemos qué se gana con el mantenimiento de normas que han provocado deserciones masivas de fieles. No se trata de la conversión de grandes grupos a otra fe, tampoco de una apostasía multitudinaria hacia el ateísmo o el indiferentismo. Hablamos de ese ponerse afuera de la vida religiosa, ese “catolicismo no practicante”, que con rapidez se desliza a un “no creyente” aunque no implique un abandono explícito de la Iglesia. Las relaciones de enormes muchedumbres con lo eclesiástico quedan reducidas a unos pocos eventos sociales a lo largo de la vida, en el mejor de los casos. Al decir enormes muchedumbres no estoy hiperbolizando, con seguridad es la mayoría de “católicos”, como lo puede probar cualquier estudio serio.

Este cisma, porque lo es tal y podría ser el más grave de toda la historia del catolicismo, no es causado, como los de los siglos pasados, por una distinta opinión sobre el dogma, sino por disconformidad con disposiciones que afectan la vida cotidiana. Son varias, pero sobre todo están las posturas de la Iglesia frente a la contraconcepción y al matrimonio de los divorciados. El tema de las relaciones homosexuales es conspicuo pero minoritario. Cientos de millones de católicos practican métodos anticonceptivos no aceptados por la jerarquía eclesiástica y no cambiarán de actitud porque la institucionalidad religiosa los ladee. Otro grupo importante, decenas de millones, se han divorciado y consideran injusto estar excluidos de la comunión, una rígida prohibición no los hará volver sobre sus pasos.

¿Estas situaciones tocan puntos esenciales de la doctrina? Hay quien lo discute y siempre hubo quienes lo discutieron. El caso es que en el estado actual la materia desata incertidumbre y dolor. Y creo que nadie quiere ver al catolicismo convertido en un pequeño grupo de ultra-puros, de “verdaderos santos”, eso se llama secta. Por eso levantó esperanza la convocatoria que hizo el papa Francisco I a un Sínodo Extraordinario de Obispos sobre la Familia, que abriría las puertas a nuevas visiones. Así lo entendimos, porque para dejarlas cerradas, no hacía falta convocarlo. Comprendimos que no se trataba de una reunión con el objetivo de establecer directrices definitivas y zanjar para siempre las discusiones sobre asuntos tan peliagudos, sino que sería la primera etapa de un proceso de revisión que debe continuar. Así y todo, ha causado desilusión el mensaje final del sínodo, en el que realmente no se avizora una innovación significativa. Sabemos que el tiempo de la Iglesia se mide en siglos, no en años como el de los particulares y hay que descartar las transformaciones súbitas... Como quieran, esperé más.