Las relaciones humanas –todos lo vivimos todos los días– se basan en confianza, miedo, poder, agradecimiento, etcétera. Y alrededor de esos sentimientos y valores siempre hay control. Yo controlo si mis hijos cumplen sus tareas, el trabajador controla si el empresario está siendo justo, el ciudadano controla si el Gobierno cumple lo ofrecido. El control hace parte de la evaluación, positiva o negativa, de las relaciones humanas.

Pero una sociedad se basa más en la confianza, cuanto menos debe ejercer los controles (siempre necesarios dentro de ciertos límites) para alcanzar sus objetivos. Una relación marital tiene poco futuro si hay un control continuo que es fruto de la desconfianza. Una sociedad desarrolla menos su potencial (económico, humano, cultural, ético) si la desconfianza le obliga a levantar muros (imaginarios o reales) de control.

Eso es desgraciadamente lo que hoy vivimos en el Ecuador: un sistema de mayor desconfianza, que emana de la visión impuesta desde el poder. No es que antes hayamos sido una sociedad de la confianza. Un estudio hecho en Quito por Antanas Mockus, lo mostraba con claridad: los quiteños solo confiamos en un círculo muy cercano, más allá de esa línea imaginaria está la selva y la visión de que hay que “atacar” primero antes de ser víctima; trabajos del psicólogo social Esteban Lasso van en la misma dirección.

Ese exceso de controles lo vivimos todos los días, y en particular lo viven todas las empresas, pequeñas o grandes. El Estado parte de la idea, de que se intenta constantemente engañar en al menos cuatro campos: tributario, medio ambiente, mercado y laboral. En las universidades, por ejemplo, –es mi vida diaria– si publicamos un libro o un curso, no solo debemos mostrar la calidad del mismo (que debería ser el parámetro único, ¡y quizás es el único que no se toma en cuenta!) sino documentar el tiempo que tomó, los costos incurridos, la manera en que se promocionó, incluyendo naturalmente fotos de los eventos, etcétera; y además tener documentos firmados por los respectivos encargados para demostrar que lo dicho es cierto, y luego la firma de alguien más ratificando esa firma. Cada uno de ustedes lo puede ratificar en sus actividades. Una cantidad enorme de normas, procesos, reglas, que deben ser mil veces repetidos. Y al final, sanciones excesivas que no guardan ninguna relación con la “falta” cometida.

Esa es la sociedad de la desconfianza que va más allá de la tramitología, conduce a que cada uno dude de la buena fe de los demás. Hoy las relaciones laborales son más difíciles que antes (el Gobierno dice “más justas” de lo cual dudo, porque parten del principio que el contratista siempre es el culpable, igual que los futbolistas siempre son víctimas de los equipos que no les pagan, cuando en realidad vemos domingo a domingo la pobre calidad con que ejercen sus empleos). Entre empresas y proveedores, entre clientes y empresas, entre ciudadanos, hay más desconfianza. La sociedad de la confianza se basa en la responsabilidad, y aquí hacemos exactamente lo contrario.