Estoy sentado en la sala de espera de un médico, aquí el tiempo pasa lento frente a revistas viejas y murallas decoradas con réplicas de pinturas impresionistas enmarcadas al apuro. Todos los presentes están ausentes, cada uno, aunque estén acompañados, no despega la cabeza de su smartphone, me sumo y empiezo a revisar de manera sistemática y repetitiva los correos electrónicos y redes sociales hasta que ya no hay nada interesante que ver, entonces no me queda más que ponerme a pensar.

Es octubre, mes de Guayaquil, y de manera antojadiza se me vienen a la cabeza unos correos que intercambiamos a fines de los años noventa con el escritor chileno Alberto Fuguet. En esos días me iba a vivir a Quito, y él me decía que yo estaba loco, Fuguet tenía una fascinación casi morbosa con Guayaquil.

Fue por esos años cuando Fuguet junto con Sergio Gómez publicaron el libro McOndo, una selección de cuentos que se presentaba al mundo como suerte de manifiesto de la nueva narrativa hispanoamericana contra la herencia casi obligada del realismo mágico y el boom latinoamericano.

En el prólogo describen un McOndo más grande, sobrepoblado y lleno de contaminación, con autopistas, metro, TV por cable y barriadas. Con McDonald’s, computadores Mac y condominios, amén de malls gigantescos y hoteles cinco estrellas construidos con dinero lavado. Donde los dictadores mueren y los desaparecidos no retornan. El clima cambia, los ríos se salen, la tierra tiembla y Don Francisco coloniza nuestros inconscientes. En McOndo, tal como en Macondo, todo puede pasar, claro que en el primero, cuando la gente vuela es porque anda en avión o está muy drogada. El gran tema de la identidad latinoamericana (¿quiénes somos?) dejaba paso al tema de la identidad personal (¿quién soy?).

Los escritores que participaron en la antología debían ser menores de 35 años y casi desconocidos en el concierto mundial. Hoy, después de 18 años de la publicación, muchos son importantes referentes de las letras, entre ellos Juan Forn, Santiago Gamboa, Ray Loriga, Jaime Bayly y el ecuatoriano Leonardo Valencia.

McOndo nunca llegó a ser un movimiento como tal, si bien su verdadero afán fue armar una red para comprobar que no estaban tan solos, la propia provocación del nombre y su famoso y discutido prólogo dieron pie a que la magia trabajara por sí sola y transformara este libro en un objeto de culto, el cual Fuguet ha dicho que jamás volverá a imprimir.

Ya en mi casa, superada la experiencia del consultorio, vuelvo a hojear sus páginas y recuerdo que fue ahí donde leí por primera vez a Leonardo Valencia, al que hoy sigo de cerca con mucha admiración, y me lleva a pensar en que deberíamos ver más para el lado, y no tanto al teléfono, ver lo que están proponiendo nuestros jóvenes escritores, lo que hacen Miguel Chávez, Augusto Rodríguez y tantos otros que están por ahí, apretando las teclas en esta ciudad que reinterpreta las lógicas predecibles de la convivencia, que late por su gente con un pulso acelerado y arrítmico, convirtiéndose en un lugar sorpresivo, vibrante, tan diferente a cualquier otro espacio, con tanto que decir y escribir.