Sabemos que el cerebro es el que manda señales, abre o cierra diques, da órdenes; el corazón obedece. Pero muchos piensan que el amor acelera los latidos, causa opresión en el pecho, manda mariposas al estómago, eventual sudoración en las manos, entonces decimos que amamos con el corazón, que nos han roto el corazón, cosas por el estilo. Un corazón no se rompe tan fácilmente, late 100 mil veces al día, 35 millones de veces al año, 2.500 millones de veces en una vida de 70 años, tiene más o menos el tamaño de nuestro puño, bombea 6.480 litros de sangre cada día, puede infartarse provocando muertes súbitas o detenerse por las más distintas razones.

En realidad somos presos de descargas neuronales a las que llamamos flechazos o enamoramientos. Acabo de leer que la finelitelamina es el primer químico que libera el cerebro cuando nos sentimos amorosamente atraídos, luego entran en acción la dopamina y la oxiticina. Todo aquello me da la sensación de que nuestro cuerpo se comporta como un motor de combustión interna, con gasolina súper o extra, bien lo sé pues ya me cambiaron un pedazo de manguera (18 centímetros de aorta) y una válvula, lo que sonaría como detalle prosaico en un taller automotor.

Se sabe cómo funcionan las diversas zonas del cerebro, la pregunta que nos hacemos es si la muerte cerebral nos convierte en polvo, si existe otro elemento, llámese espíritu, alma, capaz de sobrevivir para llevarnos a lo que llaman otra vida. Pienso que venimos del no-existir para volver a lo mismo, de la nada a la nada, pero respeto del modo más absoluto, hasta envidio a todos quienes imaginan un lugar de reencuentro muy romántico con parientes y seres amados, no la horrible gehena donde terminamos asados como pollos rostizados. En realidad, la gehena era el nombre que se daba al basurero de Jerusalén, en cual caso seríamos descartados como chatarra después de cumplir nuestro ciclo.

El breve espacio que nos otorgan entre el nacer y el morir queda como experiencia única que nos permite escuchar a Mozart, Chopin, Bach, solazarnos con esculturas griegas, pinturas renacentistas, flores, animales, paisajes de ensueño, vinos añejos. manjares celestiales, emociones superlativas y demás placeres invalorables. Desde luego, el amor es la experiencia suprema que borra la conciencia del tiempo, nos hace perder la chaveta, nos vuelve capaces de lo mejor, de lo peor, cometer crímenes, actos de heroísmo, locuras de todo tipo. Tan solo para saborear el valor de un beso valdría la pena visitar el planeta.

El corazón realiza su trabajo como lo hace un motor: frena, acelera, se ahoga, se recalienta, tiene fallos, desgaste, necesita repuestos. Mientras tanto, el cerebro dirige la orquesta, armoniza el tráfico, permite cumplir cosas geniales, maquinar horrores. Nos entrega bombas nucleares capaces de volar el planeta, catedrales de invalorable belleza, creaciones artísticas que desafían la imaginación. Somos capaces de lo mejor y de lo peor. El amor sigue siendo nuestro máximo acierto, mas lo vamos deteriorando, así como nos dedicamos a sabotear el globo terrestre. Nos llaman civilizados.