Cada semana se va un amigo, una pareja, una familia entera de Venezuela. Las despedidas dejan lágrimas y contratos de arrendamientos en los que no se discute el costo del alquiler sino la confianza que el futuro emigrante tiene en el inquilino que se mudará a la vivienda que deja en territorio venezolano. Entre quienes se quedan, crece la ineludible sensación de que cometen un error al confiar en que la inflación, la criminalidad y la polarización política desembocarán en una situación insostenible que no deje otra posibilidad que la recuperación y el ascenso. Esta es la esperanza a la que se aferran, especialmente, aquellos que tienen hijos en pleno comienzo del año escolar.

La legalidad del estatus migratorio ya no es tema de discusión, apenas importa el destino para calcular si el contacto a través de Facebook y Skype podrá ser regular a pesar de la diferencia horaria. Entre jóvenes profesionales, la aspiración de hacer carrera en sus respectivas áreas es un accesorio que solo genera sobrepeso en las maletas. Empresarios e inversionistas ya no se lamentan por la pérdida que genera el volátil mercado negro de cambio, que ya superó los 100 bolívares por dólar (las tres tasas oficiales están a 6,30, 12 y 50 bolívares por dólar). Vender las propiedades y tener capital suficiente para montar un cibercafé en Panamá o una peluquería en Miami es el objetivo a lograr, cueste lo que cueste.

Los jubilados se resisten a salir y empezar una vida de cero después de haber trabajado durante décadas para tener una vejez digna. En Venezuela gozan de una pensión, pero cada vez les resulta más difícil conseguir los medicamentos que les recetan para la tensión o la diabetes. Ven crecer a sus nietos a través de la pantalla de la computadora, y aprenden a interactuar en redes sociales para enterarse, en tiempo real, de las parrillas y paseos a los que asisten sus familiares en otros países.

El gobierno de Nicolás Maduro niega masivamente la aprobación de divisas para estudiantes venezolanos en el exterior, así que por estos días cualquier ciudadano de la clase media en picada tiene un primo o un sobrino que está a punto de abandonar una maestría o un doctorado a un semestre de entregar la tesis. Los inmigrantes que se mudaron a Venezuela hace décadas en busca de mejores oportunidades de trabajo ya no mandan remesas a sus parientes y la posibilidad de regresar a Ecuador, Colombia o Perú se ha vuelto la opción más sensata a considerar frente a la debacle económica venezolana.

El escaso papel periódico que imprime la prensa independiente retrata la crudeza de una violencia que hace dos semanas se cobró la vida del diputado oficialista Robert Serra con 36 puñaladas, mientras el Ejecutivo celebra el ingreso de Venezuela al Consejo de Seguridad de la ONU.

Aunque las universidades acumulan años de reportes donde advierten que las dificultades a la sobrevivencia cotidiana y al desarrollo personal y profesional empujan a los profesionales a buscar becas e inversiones que les permitan abandonar el país y hacer carreras y negocios a cuatro estaciones, cada vez hay menos tiempo y espacio para reflexionar sobre el conocimiento, la experticia y los afectos que cada día se filtra a través de las fronteras.

Esta emigración forzada por la inseguridad económica, política y personal nace de la convicción de que no hay alternativas para superar las restricciones al progreso personal, el común denominador de un capital social y electoral que la oposición ha desperdiciado en pugnas internas mezquinas, desconectadas de las necesidades de la calle. Incapaces de capitalizar el descontento que despierta la falta de liderazgo y coherencia de Nicolás Maduro, la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) llega a la conclusión, después de 15 años de confrontar al chavismo, que necesitan “conectarse con las clases populares” a través de un presentador de televisión que no tiene experiencia política pero conoce a las comunidades más pobres del país tras encabezar un programa llamado Radar de los Barrios.

La oposición reconoce entonces que el supuesto trabajo político que Henrique Capriles y los partidos de la MUD han hecho durante años en los barrios y en el interior del país es tan débil que aún no tienen raíces en los sectores pobres donde Hugo Chávez cultivó su legitimidad popular. Así pretende la MUD encubrir frente al país la orfandad de liderazgo y programa político que le dé estructura y sentido a la bandera del “progreso”, ondeada por Capriles durante sus dos campañas a la Presidencia de Venezuela.

Mientras la oposición pierde su electorado natural en busca del votante chavista decepcionado, surge una corriente dentro del Partido Socialista Unido de Venezuela que amenaza con escindirse para oponerse a los desmanes del alto gobierno. Entienden que la corrupción atenta contra la viabilidad económica y la legitimidad política de la revolución. Discuten argumentos y por más que Diosdado Cabello los provoque, no se traban en careos de insultos. Detractores férreos de la MUD, hoy se advierten como una tercera apuesta política que podría robar sufragios a ambos bandos si algún día el árbitro electoral recupera su independencia institucional.

Los inmigrantes que se mudaron a Venezuela hace décadas en busca de mejores oportunidades de trabajo ya no mandan remesas a sus parientes y la posibilidad de regresar a Ecuador, Colombia o Perú se ha vuelto la opción más sensata a considerar frente a la debacle económica venezolana.