En esta oportunidad no hubo el bochorno de hace algunos años cuando –sin el debido sustento– se proclamó a los cuatro vientos nuestra condición de país libre de analfabetismo para luego, ante las frías estadísticas, tener que recular y decir, más bien, con la ayuda de nuestro rico y generoso idioma, que nos definíamos como una patria alfabetizada o alfabetizándose. En esta ocasión, la Organización Mundial de la Salud, sin los apuros y las ansiedades propias de los políticos del tercer mundo, declaró al Ecuador libre de oncocercosis, mal transmitido por la mosca negra y cuya enfermedad parasitaria se la vincula, de manera significativa, con casos de ceguera. Sin duda, se trata de una excelente noticia.

Pero como en la casa del pobre la alegría dura poco, a la par que se erradica la “ceguera de los ríos”, surge otro tipo de dolencia que igualmente afecta la visión, siendo el vector transmisor ya no una mosca negra, sino una de color verde. Se trata de una forma especial de oncocercosis que deriva, irremediablemente, en ceguera política, siendo el grupo humano más vulnerable el que se halla expuesto a las mieles del poder.

Este mal genera en los individuos desorientación, arranques de violencia, soberbia y una manifiesta incapacidad para leer y entender correctamente el escenario político. Una de las más graves consecuencias de ello es, sin duda, la afectación de la democracia.

Es que cuando se confunde groseramente, por ejemplo, la protesta social con un movimiento desestabilizador del régimen, no se hace otra cosa que colocar en entredicho la vigencia de los derechos de libertad que se hallan consagrados en la Constitución, por citar, el art. 66,6 en cuanto a “opinar y expresar su pensamiento libremente y en todas sus formas y manifestaciones”; art. 66,13 “asociarse, reunirse y manifestarse en forma libre y voluntaria”; o el art. 98 al mencionar que “los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales...”.

Sin duda, desde la fantasía o el miedo resulta difícil construir un discurso que contenga ideas conciliadoras, que superen traumas o fundamentalismos ideológicos, como lo hace un auténtico estadista, que está obligado a actuar en función del bienestar colectivo. Tampoco la paranoia política que cree ver fantasmas, mejor conspiradores, por aquí y por allá, puede convertirse en un justificativo para restringir las libertades. Lamentablemente, esta clase de ceguera impide observar que en democracia no existe la uniformidad de ideas o pensamientos; pues, en un régimen político de esta clase, si es lo suficientemente saludable, predomina el disenso, con la característica de que las diferencias o conflictos sociales son canalizados y resueltos por la vía institucional, es decir, utilizando los resortes democráticos de que dispone el sistema, donde claramente está marcada la división de funciones.

De ahí que resulta incomprensible, verbigracia, que ante una marcha popular se organice, de forma paralela, una contramarcha. Lo que no se logra entender es que al pueblo lo que le interesa no es medir fuerzas con el oficialismo, sino ejercer su derecho a expresarse libremente.

Una sociedad donde su gente no se moviliza, en vez de representar un estado de felicidad, es un indicador, casi seguro, de la presencia de prácticas autoritarias que, sin embargo, la ceguera u “oncocercosis política” las disfraza o no deja ver.