A pesar de los enfados y berrinches por un periodismo de mala fe, y de las exigencias de rectificación, Guillaume Long –el ministro de Talento Humano de la revolución– no logra despejar las enormes dudas políticas levantadas por su polémica afirmación sobre monopolio de la libertad: “Resulta (...) imperativo expropiarle a la derecha ese monopolio del uso de la palabra ‘libertad’…”, fue su proclama en un foro de organizaciones de izquierda de toda América Latina.

La expresión de Long puede descifrarse del siguiente modo: no hay solo un concepto de libertad sino varios, pero la derecha se presenta a sí misma como la única portadora de ese principio. Desde esa suerte de pedestal ideológico, asumiría la autoridad –que Long quiere cuestionar– de impugnar cualquier modelo político que se aparte de su definición de libertad. Pero en las palabras siguientes, Long cayó en el mismo juego denunciado: quiere que el monopolio pase a la izquierda. Expropiar, en este caso, no significa apropiarse “lo del otro”, sino hacer “de lo mío” un nuevo monopolio. En términos ideológicos, pretende atribuir a la izquierda el discurso autorizado sobre la libertad. Y lanzó las primeras piedras: ellos –refiriéndose a la derecha– “hablan de libertades negativas, individualistas, la libertad de la falacia de la competencia entre desiguales”. Ese modo simplón de caricaturizar una cierta noción de libertad, solo se explica por un interés en posicionar su noción como nuevo monopolio ideológico.

Son más complicadas las afirmaciones de Long sobre una libertad buena y otra mala cuando se las pone frente a ciertas prácticas del gobierno. ¿Cómo hablar de emancipación y no permitir acciones sociales y menos todavía ejercicios ciudadanos autónomos en la política? ¿Cómo hablar de emancipación sin considerar el enorme aparato de poder creado por la revolución? Un ejemplo más concreto: ¿A qué terreno llevará la revolución la libertad cuando firme el acuerdo de libre comercio con la UE? Pues al campo criticado por Long como propio de la derecha: a la falacia de la competencia entre desiguales. Para ser consistente con sus palabras, a Long le quedarían dos opciones: o retirarse del gobierno por movilizar una idea de libertad que la izquierda rechaza, o ampliar su propia perspectiva respecto de la libertad. El problema no solo es qué concepto de libertad proclamo, sino mirarme al ombligo antes de lanzar dardos con el propósito de apropiarme de un tema clave del campo discursivo.

Long forma parte, me parece, de un grupo de intelectuales y académicos autoproclamados de izquierda, militantes de la revolución, insertados en espacios estatales, tan firmemente convencidos de sus argumentos ideológicos que no pueden evaluarlos críticamente en relación con las prácticas de su gobierno. Creen que su sola presencia, su lenguaje y sus proclamas desde el pedestal oficial resultan pruebas suficientes de encontrarnos ante un gobierno de izquierda (como si por fuera de ellos no existiese nada dentro de la revolución que no reprodujera prácticas e intereses de una perversa y maligna derecha).