Cuando se le preguntó al diplomático y estadista ruso Ordin-Nashchokin, ministro del zar Alejo I, cuál era en esencia la política exterior de Rusia, él no tuvo empacho en decir que la política internacional de esa nación consistía en la “expansión del Estado en todas las direcciones” y que “esa era la responsabilidad del Departamento de Asuntos Exteriores”. Y, en efecto, así ha sido. Pocas naciones han hecho de la anexión, sumisión y control de los países que le han rodeado parte natural de su historia. En su fascinante estudio sobre la cultura rusa (El baile de Natacha Edit. Edhasa. 2006), Orlando Figes recuerda que entre 1552 y 1917 Rusia se expandió geográficamente a razón de 100 mil kilómetros cuadrados por año en promedio. Una expansión que llegó incluso hasta el continente americano con la posesión de la enorme península de Alaska.

Movida por el miedo de verse rodeada por decenas de vecinos hostiles, o inspirada por una visión religiosa o arrastrada por la ambición de sus élites (o por una combinación de esos factores), lo cierto es que como resultado de su expansionismo Rusia se convertirá en una nación de dimensiones continentales con un pie en Europa y otro en Asia, y en la mitad un gigantesco espacio apenas poblado. Debe recordarse que a pesar de la narrativa de solidaridad universal de la revolución comunista de 1917, el Estado soviético no marcó una significativa diferencia en materia de relaciones exteriores con la visión que tenían Pedro el Grande o el zar Nicolás. Probablemente los métodos cambiaron, pero no la sustancia. Bastaría recordar la política que implementó Stalin de hegemonía sobre la Europa central, y luego el Pacto de Varsovia. Una política que si bien se cuidó de no incorporar físicamente los territorios de algunas naciones de esa órbita a la jurisdicción de Moscú, al estilo de la Rusia zarista, sí que diseñó un implacable control económico, militar y político sobre dichos países.

El único retroceso, si así se lo puede llamar, que ha experimentado Rusia en su insaciable apetito de dominación exterior fueron probablemente los años que siguieron al colapso y desintegración del imperio soviético. Atrapada por los vientos de modernización, la voracidad de su nueva oligarquía, el caos político interno y la presión ejercida por los Estados Unidos –victorioso como salía de la Guerra Fría–, Moscú terminó renunciando al control que ejercía sobre varios países. No sorprende por ello que Vladimir Putin –el nuevo zar de la Rusia postsoviética– haya calificado con los peores términos a dicha renuncia.

Por ello es que la anexión de Crimea a inicios de este año y el hostigamiento que viene ejerciendo sobre Ucrania pueden verse ciertamente como el regreso de Moscú a una tradición abandonada. Pero es una nostalgia que conlleva un alto costo y que probablemente llevaría a Rusia a un nuevo colapso y aislamiento. Después de todo, su economía no supera a la de Italia, su dependencia tecnológica es enorme y su principal producto de exportación –el petróleo– se está desplomando.