¿Se puede enseñar a escribir literatura? Esta es la gran pregunta que siempre aparece en cualquier mesa redonda o conferencia sobre escritura creativa. Otra pregunta, o matiz de la primera, es saber si se puede enseñar el talento, logrado luego de años de esfuerzo y disciplina, o la tan azarosa como impredecible revelación o inspiración de un tema o una perspectiva compositiva que dé como resultado un gran libro. Quizá más interesante que responder una u otra pregunta, sea aplicarse al ejercicio de explorar la ideología que subyace en el cuestionamiento. Pregunta que, por descontado, no suelen plantearse quienes entran en una academia de música o de pintura, como tampoco un estudiante de medicina, derecho o nanotecnología pregunta, previamente a realizar tales estudios, si esa universidad le garantiza que obtendrá el Premio Nobel o será un talentoso profesional. Esta diferencia me ha intrigado durante años. ¿Por qué esa diferencia de rango no solo entre disciplinas científicas sino incluso entre las artísticas? ¿Por qué un escritor no puede aprender su oficio? ¿Hay algo que escapa en la literatura al aparente “entretenimiento” de la música y la pintura?
Quisiera dejar constancia de algunas conclusiones que he ido observando a lo largo de casi una década de trabajar con la enseñanza de la escritura creativa y con distintos tipos de escritores, e incluso con lectores fervorosos que, sin pretender escribir un libro, toman a veces cursos de escritura para comprender de manera más cercana cómo funciona la escritura literaria.
Mi primera conclusión es quizá la más problemática: un adulto que quiere aplicarse a escribir ya ha realizado las lecturas más importantes. El margen para superar esos modelos está sometido a esfuerzo considerable. Esto quiere decir que el factor literario opera de manera decisiva en la infancia y adolescencia. El estímulo a sus necesidades expresivas, la transmisión de manera lúdica de las posibilidades de la escritura, que combinen el rigor y la precisión con la posibilidad imaginativa de los estudiantes, son determinantes en el futuro adulto, aunque este no escriba en su juventud. Bastaría pensar en el caso de Joseph Conrad, el autor de El corazón de las tinieblas, o de Henry Miller. El deseo de escribir es un impulso que no se pierde con los años. Muchos lo postergan y, por suerte, no hay un límite de edad para escribir. Incluso diría que la novela es el género tardío por excelencia. Rara vez ocurre con los poetas, siempre precoces, o por ejemplo, lejos de la literatura, con los bailarines y los matemáticos. Si a una cierta edad, sobre todo en la primera juventud, estos últimos no han rendido lo de mejor de sí, difícilmente lo harán en la madurez.
Esto señala la importancia del acceso a la lectura literaria con una perspectiva estimulante para el lector. Los deplorables libros-resumen es el mayor daño que se le puede hacer al desarrollo cultural y literario de un joven lector. Es un asesinato literario. Es preferible que lea menos a que todo quede en el resumen de una trama. La prosa narrativa no es solo una anécdota o una trama, sino un paisaje con relieves por recorrer.
¿Allí radica el mito de que no se puede enseñar a escribir? Lo voy a precisar un poco más con mi segunda conclusión que es otra pregunta: ¿será que ese discurso implica, sin decirlo, que solo quienes han contado con una educación o con un entorno selecto de lectores, casi en un sentido de secta o gremio o casta, podrán realmente acceder a las virtudes de la escritura literaria? Responder que sí sería dar razón a ese exclusivismo que termina por concluir que el escritor nace con ese don. Y como los dones son un misterio nadie lo puede controlar, y, por lo tanto, no se puede compartir, no se puede donar, no se puede enseñar. En la actitud de concebir a la literatura como un don o enigma imposible de trasmitir subyace un profundo sentido de casta y élite, y de control, frente al que me revelo. A veces basta una sola persona al lado del futuro escritor, una sola persona que sepa abrir un libro con pasión y que sepa leérselo aunque sea una vez, para que esa formación empiece. En el origen de cada escritor hay un pariente o un profesor decisivos. Y en el abandono también, cuando uno de ellos frustra ese gusto por la escritura.
Luego vienen factores ineludibles, como el entorno o la disciplina. De ambos, la disciplina es el más importante. La sentencia atribuida a Édison de que el talento está compuesto de 1% de inspiración y 99% de transpiración (y que de otras maneras se ha dicho desde Buffon o Carlyle), resulta ser incuestionable. He visto mucho talento literario que se pierde por un aspecto inherente al arte de la escritura: reescribir. En la medida que no se enseñe a corregir, a replantear lo escrito desde otro punto de vista, y que no se encuentre placer en ese procedimiento, no se desarrollará el talento de la escritura.
Dan Sperber recordaba la complejidad del aprendizaje de la escritura. También advertía que este idilio que vivimos con nuevas formas de escritura –desde los chats hasta los mensajes de telefonía y los mails– es una apariencia. Sperber anunciaba que los teclados iban a desaparecer, y ya han empezado a hacerlo. Tenemos que pedirles que emerjan en las minúsculas pantallas. Las conclusiones a las que llegó Sperber son que la tecnología de sistemas de grabación y autocorrección harán obsoleta la pulsación de teclas y nos derivarán a una cultura de lectura sin escritura. Me dirán que Dostoievski “dictó” su novela Los hermanos Karamazov. Por supuesto, pero fue su última novela, cuando ya había aprendido y dominaba, con su estilo, esa alta tecnología que sí es posible aprender: la escritura. Es cierto que la lectura es decisiva para predisponer al futuro escritor, pero mientras este no se aplique a la práctica, mientras no someta su imaginación a la prueba continua, casi cotidiana, de ponerlo por escrito, la literatura seguirá siendo ese misterio aparentemente elusivo.
El factor literario opera de manera decisiva en la infancia y adolescencia.