He aquí un método sencillo aunque falible para medir la “categoría” de nuestros restaurantes. Si usted observa que casi todos los clientes entran saludando, los otros comensales devuelven el saludo, las porciones son abundantes, le regalan unas “mentas” con la factura, la mayoría sale deseando “buen provecho” a las mesas vecinas y todos agradecen al portero, entonces usted se encuentra en un restaurante “popular”. Pero si casi nadie saluda al entrar, los mozos son más amables que los clientes, estos ignoran olímpicamente a las mesas contiguas “a menos que sean fulanos de tal”, la comida gourmet se ajusta al “delicioso pero poquito y caro”, y todos pagan con tarjeta antes de abandonar el sitio sin decir nada, es que usted cayó en un sitio “exclusivo”.

Es decir que en la República de Neorricolandia, el “ascenso” económico, político y social con frecuencia conlleva la pérdida progresiva de las buenas maneras. En nuestra pretenciosa sociedad, lo que antes se llamaba “urbanidad” es un conjunto de normas que hoy se consideran provincianas o de mal gusto. Hoy en día, lo “caché” es la insolencia que se viste con ropa de marca. Para las generaciones actuales y en el interconectado mundo presente, las reglas del viejo Carreño que nos leían hace medio siglo en la escuela primaria son un fastidio porque interrumpen el importantísimo “chateo” que jóvenes y adultos sostienen durante el almuerzo familiar. Y ni hablar del comportamiento de los conductores ecuatorianos promedio. Al contrario de la fachada que ofrecemos a los turistas, la patanería y el irrespeto son el vínculo frecuente entre ecuatorianos.

¿Qué valor tiene la llamada buena educación en el siglo XXI? Al revés de lo que muchos creen, no es un rezago de la hipocresía de otros tiempos. Es el reconocimiento de la existencia del otro que vive al lado nuestro. Es la asunción de que el otro es un semejante, con el que compartimos un código simbólico que permite nuestra coexistencia civilizada en el marco de una sociedad y una cultura. Es la renuncia a épocas atávicas donde primaba la violencia como el recurso instintivo de supervivencia frente a las agresiones ambientales. Es la evidencia de nuestra evolución hacia la condición de seres hablantes. En síntesis, la buena educación es el recuerdo permanente del pacto simbólico original que nos constituyó como seres humanos.

¿Por qué el enriquecimiento rápido y/o la meteórica adquisición de poder político causa esta regresión cavernaria en algunos, como lo señalaba hace algunos meses monseñor Julio Parrilla en su columna dominical del diario El Comercio? No tengo una respuesta universal, pero propongo una hipótesis para ciertos casos. En algunos sujetos, el advenimiento al poder fabrica la ilusión de su propia importancia, ello reaviva el recuerdo penoso de aquellas exclusiones y maltratos reales o imaginarios que experimentaron cuando eran pobres o carecían de influencia. El ejercicio del poder y la reverencia y adulación que verifican entre sus servidores y colaboradores, los anima a poner en acto las fantasías vindicativas que cultivaron desde su adolescencia. Entonces se dedican a humillar a todos los ofensores de su pasado. A falta de recursos simbólicos, la revancha se traduce en malcriadez ordinaria que se mistifica como “valentía y frontalidad”.