Las palabras que llevan esta terminación brotan de mi adolescencia cuando conjugaba el verbo griego patein (sufrir) del que se derivan palabras como empatía, simpatía, apatía y otras. Estudiar griego y latín durante seis años me facilitó el aprendizaje muy rápido de muchos idiomas, entre ellos el castellano. Gracias al griego aprendí a cultivar la empatía, hermana de la simpatía, ambas teniendo que ver con capacidad para ponernos en la piel de los demás, compartir sus emociones. Me castigaron varias veces por mandar a una compañera de colegio mensajes amorosos en el idioma de Sófocles o de Virgilio. Sigue siendo la empatía mi meta cada vez que hago interviús por televisión o prensa, tratando de ponerme en la piel del personaje, jamás escarbando en lo negativo, lo repulsivo, lo defectuoso, sino más bien rescatando de cada ser lo mejor que puede ofrecer.

Existen dos actitudes posibles frente a los demás: disfrutar de sus virtudes o empeñarnos en buscar sus defectos. Eso es vigente tanto en las relaciones de amistad como en las conyugales. Pienso que la vida se vuelve hermosa cuando tenemos amigos talentosos, bondadosos, a quienes admiramos y de quienes desde luego perdonamos las imperfecciones, ha de volverse amarga cuando solamente nos dedicamos a la crítica destructiva. Entonces la palabra griega simpatía tuerce su significado etimológico que es “sufrir con”, es decir, acompañar a alguien en su dolor o en su desdicha, y se convierte en “sufrir por culpa de”. Es la raíz misma de la envidia que puede volvernos infelices, desgraciados, desventurados. Se sufre cuando no se tolera que los demás posean talento, alcancen éxito, ganen un premio en loterías, concursos, tengan un matrimonio exitoso, fama en sus actividades. El hecho de regocijarnos por las desgracias ajenas revela muy serios trastornos de nuestra personalidad, lamentable mediocridad espiritual.

Envejecer con armonía es cultivar la empatía, limando asperezas, puliendo aristas, descubriendo la simpatía a través de la tolerancia, reconociendo a la vez nuestras cualidades, nuestras fallas, nuestra exigencia frente a los demás, deplorando la falta de esta frente a nosotros mismos. Se conoce la inteligencia de un ser humano cuando es capaz de reconocer los méritos de sus peores enemigos, los defectos de sus más allegados amigos (muy pocos políticos lo logran por lo visto). Quien niega todo valor a los demás no suele poseer muchos propios, por ello babea o destila veneno. Sigo aprendiendo algo de todo ser humano encontrado en mi camino, descarto lo negativo que podría traerme, atesoro lo positivo que me permite progresar. No somos iguales, unos alcanzan los 90 años mientras otros pierden la vida en la infancia, la primavera o antes de alcanzar el otoño. No siento angustia al descubrirme fugaz siendo la muerte la única democracia. Si mi vida terminase hoy día, agradecería al destino por haber cumplido los 80, seguir con mis normales actividades manteniendo frente a los demás una actitud de respeto, tolerancia, evitando lo que podría amargarme (es decir, distraerme), disfrutando de todo lo que la vida ofrece. Vivo y dejo vivir, alcancé una dosis razonable de felicidad y éxito: eso merece la más intensa gratitud.