Tenía pensado escribir sobre la angustiante carencia de forma de la vida, reflexionar a la luz de Virginia Woolf sobre ese flujo insensato y vertiginoso al que llamamos vida. Pensamientos lúgubres me rondaban mientras tomaba café frente a la ventana, mientras el sol iluminaba la tranquila calle donde vivo. Pero incluso el narcicismo meditabundo tiene sus límites. Me agarró de repente una urgencia burocrática, una fecha traspasó el velo cerebral y recordé que debía volar al registro civil. Embutí en la cartera cuatro papeles, pasaporte, llave de la bicicleta y en diez minutos ya estaba sosteniendo un papelito que anunciaba optimista que “junto” a mí aguardaban treinta personas. La espera en el registro civil tuvo un efecto terapéutico. Me puse a leer el diario y poco a poco me invadió el consabido cargo de conciencia: mis dolencias existenciales enrojecían de vergüenza frente a la evidencia de las enfermedades que azotan al mundo.

Para mi alivio el diario también le daba espacio a otros neuróticos melindrosos y publicaba cinco páginas de la neoyorquina Lena Dunham, recién salidas del horno de la traducción al alemán. Encantadoras cuitas de una chica acosada por el temor a la muerte, oliendo la peinilla de su abuela que no hace ni diez horas que seguía viva, preguntándose dónde estará ahora. Paso la página: publicidad. La elegancia de un reloj A. Lange & Söhne flotando como si el tiempo cupiera en la belleza de sus formas, como si el refinamiento de sus engranajes hubiera respondido a todas las preguntas sobre el paso del tiempo y la muerte. Paso la página y ahora sí sucede el encuentro: desde el fondo de la marea de noticias del día, me miran los oscuros ojos acuosos de Fitsum, uno de los 155 sobrevivientes del naufragio de Lampedusa, sucedido el 3 de octubre del 2013, hace casi un año. 387 personas murieron ahogadas en el mar, luego de que la embarcación en la que intentaban alcanzar la isla italiana se hundiera. Venían todos (hombres, mujeres y niños) escapando de conflictos cuya realidad no puedo ni imaginar, mientras observo la vida pasar por mi ventana, desde el cómodo sopor de la clase media del primer mundo.

Fitsum escapaba de su país: Eritrea. Eritrea, me repito, saboreando la paletada de erres, y reconozco que ni siquiera sabría ubicarlo precisamente en el mapa. Me viene a la mente la princesa Deletrea de Eritrea, mi princesa olvidada y desconocida favorita, la que se pasa el día escribiendo. Y ahora me vengo a enterar de que allí no hay princesas sino dictadores, y de que si ahí hay algo olvidado y desconocido son los crímenes de Estado. El periodista alemán que entrevista a Fitsum compara Eritrea con la ex Alemania Oriental, pues la frontera está custodiada e intentar cruzarla es un delito que se puede pagar de un balazo.

Fitsum prefirió arriesgarse a quedarse en el pueblo donde le habían asignado para trabajar como maestro. En junio del 2013 se escondió en la noche y cruzó andando la frontera hasta Etiopía. Milagrosamente llegó a Addis Abeba, desde donde contactó a su hermano, quien había huido años atrás hacia Israel. Trabajando doce horas diarias, se gana la vida a las duras, pero aun así le hizo llegar dinero a través de redes ajenas a los trámites bancarios.

Al final de una triste odisea sin gloria, Fitsum se encuentra en Libia, hacinado con otros 600 refugiados, sin ducha y con dos baños. Un negociante cuya mercancía son los migrantes sin papeles les ofrece un trato que no podrían rehusar: por 2.400 dólares los embarcaría rumbo a Italia. En la noche del 2 de octubre, Fitsum fue enlatado en una barcaza junto con 544 migrantes clandestinos. El eritreo tuvo suerte y encontró un puesto en la cubierta, librándose así del calor y el amontonamiento del interior del bote. Se libraría también de perecer horas más tarde, cuando la barcaza empezó a llenarse de agua, cuando explotaron los gritos de terror, cuando el capitán encendió dos trapos empapados de bencina para dar señal de alerta y entonces la embarcación se incendió y terminó por volcarse.

El mar se convertía en un enorme cementerio mientras Fitsum nadaba por su vida. Llegó a la tierra prometida en medio del escándalo en los medios, a una Europa avergonzada por la inhumanidad de sus políticas migratorias. Desde hace años que Italia y España lidian en solitario con quienes desesperadamente se lanzan a saltar enormes vallas o intentan desafiar la imponencia del mar en harapientas barcazas. Todo con tal de alcanzar un sueño, una quimera, un refugio. Los asaltos a las vallas de Melilla se van convirtiendo en un deporte olímpico como salido de un libro de Stephen King.

Llevo ya una hora esperando en el registro civil de Leipzig y pensando en Fitsum, quien lleva ya un año aguardando a que las autoridades alemanas (aquí vino a parar tras sobrevivir al naufragio) decidan concederle o negarle el asilo político. Me pregunto entonces si un reloj A. Lange & Söhne le haría más tolerable la espera. Después de todo, su sueño es ser ingeniero y tener una vida elegante, como esas que ve pasar desde la ventana de la pensión que habita en la ciudad de Gersfeld. Desde allí observa a los ejecutivos que llegan a los bosques para hacer senderismo, subir colinas, caminar hasta el agotamiento, como caminó Fitsum a través de desiertos y fronteras. Lo que nunca entenderá sobre este país, confiesa, es por qué disfrutan tanto de caminar sin rumbo en medio de la naturaleza.

Paso la página y ahora sí sucede el encuentro: desde el fondo de la marea de noticias del día, me miran los oscuros ojos acuosos de Fitsum, uno de los 155 sobrevivientes del naufragio de Lampedusa, sucedido el 3 de octubre del 2013, hace casi un año. 387 personas murieron ahogadas en el mar, luego de que la embarcación en la que intentaban alcanzar la isla italiana se hundiera.