Estuve en Colombia, una sociedad entre la esperanza y la duda, entre la firma de la paz, que sería un punto de partida para cambios sustanciales en la convivencia y el desánimo de que no se logren acuerdos. ¿Adónde irán los desmovilizados, en qué trabajarán, cuál será la fuerza del narcotráfico y de las armas silenciadas pero que siguen poseyendo unos y otros? Un arma sin usar es un desafío casi imposible en manos de quienes las utilizaron durante décadas.

Cuando comenzó la aventura guerrillera, los deseos de cambios y justicia revolucionarios movilizaron a miles de campesinos, en un país donde la reforma agraria no se había realizado y estaba acostumbrada a que dos partidos se turnaran en el poder. Hoy 50 años y más después, la guerrilla está asociada al narcotráfico, asesinatos y secuestros. Quedaron bien lejos los ideales de justicia. El tiempo y el poder son potentes corrosivos.

Difícil vivir en esa incertidumbre. Conversando con personas de diferentes experiencias, estratos sociales, niveles económicos y religiones surgieron elementos que podrían ser una hoja de ruta para que la democracia, aquí y allá, sea una práctica verdadera.

Las personas y las organizaciones se están atreviendo a hablar, están perdiendo el miedo, pues el silencio es la otra cara del miedo, miedo a la represalia, a no ser oídos, a no ser comprendidos, miedo a que le pongan etiquetas, a que se conozca su verdad.

Así surgen las voces de las víctimas y de sus familiares, todas las víctimas del conflicto armado, víctimas de las FARC, de los paramilitares, de los militares.

Víctimas de secuestros, de desapariciones y de asesinatos. Pero también víctimas de violaciones, no solo mujeres sino también hombres, Conocí que muchos hombres sobre todo líderes comunitarios fueron violados como una forma de humillarlos y mantenerlos callados. Ahora ellos también osan salir a la luz y hablar. Les ha costado mucho poder hacerlo y poder asumirlo. Es una experiencia que lleva estigmas más denigrantes que la violación a las mujeres.

Muchos colombianos preguntan de qué se trata una revolución que se proclama democrática, les parece contradictorio. La revolución se hace con armas sostienen. Y asiento que la re-volución es un proceso rápido, que salta varias etapas, pretende acelerar procesos, llevados de la mano de un líder, un partido o un movimiento que creen saber el rumbo por donde debe avanzar un país. Es como la erupción de un volcán, un tsunami, un terremoto. Que cambia paisajes, derrumba, sacude. Pero pasada la etapa de echar abajo lo que aparentemente está obsoleto hay que construir. Y la construcción siempre es más lenta. Toma tiempo gestar un niño, y que pueda vivir de manera independiente; toma tiempo que una planta nazca, germine, florezca y dé frutos. Y los procesos de cambios sociales requieren tiempo. Y sobre todo son necesarios todas las manos, todas las voces, todos los esfuerzos y todas las experiencias. Trazar juntos caminos que todos puedan recorrer.

Para construir es indispensable la democracia, el diálogo, los disensos, la separación de poderes. Necesita la participación, no de corifeos que repiten como eco las consignas de turno, sino todos los que son capaces de aportar soluciones a la meta de crear un mundo más justo y equitativo. La condición es perder el miedo que los poderosos usan para arrinconar, desautorizar, confrontar y si es necesario encarcelar. E incorporar los conflictos de manera constructiva en el tejido de lo cotidiano.