El legado de Will Durant en estos tiempos de ligereza y relativismo, especialmente al momento de contar la historia de los pueblos, es muy valioso.

Los caudillos políticos a lo largo de la historia, circunstancialmente al frente de varias naciones del mundo –y digo caudillos políticos porque sus ejecutorias han demostrado carencia de méritos para llamarlos estadistas–, han tenido la costumbre de meterle la mano a los textos escolares y a la prensa, con la finalidad de procurar acomodar la historia, de modo que esta sea contada a su manera, resaltándolos como héroes de la patria y a la resistencia libertaria como traidora, golpista y explotadora del proletariado.

De derecha o izquierda, militares o civiles, arios, asiáticos, negros, indígenas o criollos, todos han tenido en común la imposición de la razón por la fuerza de las armas, directamente a punta de patadas de botas militares, en el caso de tiranos más básicos, o de una forma más estilizada e intelectual, a través de las instituciones policiales y judiciales acaparadas por el poder total. El efecto es el mismo, al final de cuentas.

Para todos ellos, la única verdad es la que proviene de su suprema voluntad, aquella voluntad única que comienza y termina en su majestad, y que es repetida obligatoriamente por los cortesanos de palacio, y de todos sus agnados y cognados, como una suerte de ritual religioso en agradecimiento al cúmulo de bienes y beneficios obtenidos con cargo a las arcas fiscales.

Por ello, la narración apegada a la investigación y a los hechos, procurando evitar teñirlos de color alguno, es un aporte muy importante de Durant para quienes, a través de su laureada Historia de la Civilización se abren camino en el estudio de la bitácora de la humanidad.

Historia que, de cuando en cuando, se repite, en diferentes momentos, lugares y circunstancias, reafirmando esa máxima de que al final de cuentas, y sin importar los matices, hombres somos.

He querido referirme a Durant y su responsable y minucioso trabajo narrativo de la historia de la civilización, para recordar que los pueblos se parecen y sus gobiernos también.

Que hay ciclos que se abren y cierran; que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo aguante, como dice esa vieja y repetida frase urbana.

Que ningún gobernante es totalmente bueno ni malo y que el balance de su gestión, no le corresponde hacerlo a él ni a sus acólitos, sino a las futuras generaciones. Que por más energías y recursos que inviertan en tratar de imponer una versión única de los hechos, la verdad se abre caminos, como la vida, y tarde o temprano, fluye hacia la luz.

El absurdo elevado a política de Estado, es un signo inequívoco del final de un ciclo.

Por ello, quiero terminar esta columna con una frase extraída de la obra de Durant, que a mi gusto, tiene mucha actualidad en los tiempos que vivimos y que dejo para vuestra consideración y libre interpretación, amigo lector:

“La causa esencial de la conquista romana de Grecia fue la desintegración de la civilización griega desde el interior. Ninguna nación grande jamás ha sido conquistada sin antes haberse destruido a sí misma.”