Me asomo a la ventana del mundo y veo a un hombre que honra sobremanera su ministerio, diciendo y haciendo sin temor lo que siente que debe decir y hacer en nombre de todos los católicos del planeta, que a través de sus cardenales lo eligieron.

En algunos tramos de la historia, decir papa hacía estremecer a la condición humana y racional de muchas personas.

Sucedió con el papa Juan XXII, quien en medio de su riqueza, el siglo XIII dictó una bula condenando a los espirituales, por considerar herética su prédica de pobreza que seguía a Jesús, el hijo del carpintero. La magistral novela El nombre de la rosa, de Humberto Eco, narra esa pugna.

Ocurrió con León X, quien para financiar sus enormes gastos suntuarios y militares –eran tiempos de los papas guerreros, emperadores en sus estados pontificios, retenidos más de mil cien años para adorar mejor a Dios y que la unificación de Italia concluyó–, incrementó el siglo XVI la venta de indulgencias, dando más razones a Martín Lutero para provocar el terremoto del protestantismo dentro de la Iglesia, que fue enfrentado con más oscurantismo en la Contrarreforma.

Tuvo lugar con el escandaloso Alejandro VI, quien por nepotismo sucedió en el solio pontificio a su tío Calixto III y que expidió las bulas con las que regaló a los reyes católicos de España tierras que no eran suyas, nuestra América, con la obligación de evangelizar a los habitantes, desconocedores del señor verdadero; obligación que cumplieron a su modo, con la espada detrás de la Biblia.

Aconteció con las encíclicas Etsi Longuissimo Terrarum de 1816 y Etsi Iam Diu de 1824, que Pío VII y León XII, siendo fieles al legado de Alejandro VI lanzaron, en su orden, para dejar en las manos sagradas de los conquistadores españoles las tierras de las que osadamente querían emanciparse sus pobladores. La primera dice que un precepto claro e importante de la muy santa religión que profesan, es el que ordena a todas las almas ser sumisas a las potencias colocadas sobre ellas y reprueba los movimientos sediciosos que se producen en aquellos países. La segunda es del mismo tenor y defiende al “muy amado Fernando, rey de todas las Españas”, quien antepone a su grandeza el lustre de la religión.

Y para terminar con la muestra, el papa Pío XI, quien calificó a Mussolini como “un hombre de la Providencia”, promulgó la encíclica Divini Illius Magistri, en 1929, menos de cien años atrás, en la que condena la educación sexual, que incita al pecado, ya que solo debe darla el padre de familia, superficialmente. Los pecados no son por la ignorancia, sino por una voluntad débil, agrega.

No son esos ejemplos los que ha seguido Mario Bergoglio, quien adoptó el nombre de Francisco, el maravilloso varón de Asís, el que renunció a las riquezas de su padre por servir a los demás y llamaba hermanos al sol, a la luna y a los animales, además de los seres humanos. Ha sido su dechado Juan XXIII, a quien proclamó santo, “el papa bueno”, que abrió las puertas del Vaticano para que entre el aire y convocó al Concilio Vaticano II, para renovar la Iglesia y optar preferencialmente por los pobres.

Al mes de ser investido con la tiara, se produjo en Bangladesh el derrumbe de un edificio construido ilegalmente, con talleres de confección, que causó más de 500 muertos y miles de heridos. “Trabajo esclavo” llamó al que ejecutaban sus víctimas, por percibir apenas 38 euros al mes, en el país con el salario más bajo del mundo y dijo: “Los salarios injustos y la desenfrenada búsqueda por ganancias, van en contra de Dios”. 19.000 millones de dólares al año se obtienen de ganancia ahí en la exportación de ropa que usamos, libre de impuestos y con escasos salarios. Las auditorías de compañías occidentales callaron las condiciones de trabajo existentes en el edificio siniestrado.

Ha hablado alto, proclamando que la Iglesia debe ir a las periferias existenciales del dolor, la injusticia, de la ignorancia, de toda especie, que no hay que acostumbrarse a la pobreza. Ha dicho en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium: “(…) tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil” “(…) algunos todavía defienden las teorías del derrame, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”. Elevada demagogia clerical dirán algunos o que nuestro Francisco no es ningún economista, para que venga a enseñarnos a derribar al dios del mercado.

Pero la luz no solamente ha emanado de sus labios, sino de sus manos. Ha tomado medidas contra los curas pedófilos y protegido a sus víctimas. Excomulgó masivamente a los mafiosos de Calabria. Pretende sanear las finanzas del Vaticano. Entregó dos cartas que el obispo Enrique Angelelli de Argentina había enviado a la Santa Sede y que permanecieron empolvadas por cuatro décadas, en las que denunciaba el asesinato por la dictadura militar de ese país, de dos sacerdotes. Las cartas sirvieron para condenar a un exgeneral por el asesinato de Angelelli, muerto por denunciar el abuso de los terratenientes contra los campesinos. Francisco, después de decenios de estancamiento, ha impulsado la canonización de monseñor Romero de El Salvador, asesinado por causa de los pobres y por pedir el cese de la represión al gobierno militar.

Recién levantó la suspensión impuesta en 1984 al sacerdote nicaragüense Miguel D’Escoto, por considerar que su militancia política sandinista estaba reñida con la fe. Ahora el octogenario ya puede oficiar misa como es su deseo, antes de morir. ¡No hubiera habido el Grito de Dolores y con él el inicio de la lucha independentista en México, si el gran sacerdote Miguel Hidalgo no se hubiera inmiscuido en política, tañendo las campanas de la iglesia. O se hubiera quedado en el templo el cura Loyola de nuestros lares, que luchó por nuestra libertad”.

Acaba de llorar debido al desalojo padecido en Buenos Aires por unas personas que ocupaban ilegalmente un terreno. “La crueldad se nos instaló en el corazón, para algunos no importan esas personas, dicen, vayan a trabajar, son gente insociable”, pronunció.

En su breve visita a Albania alabó la tolerancia entre varias confesiones religiosas que impera ahí, lo que no existió en el régimen comunista, cuando eran encarcelados por diez años los que llevaban símbolos religiosos y no se permitía poner nombres de religión a los recién nacidos.

Así pues, las virtudes de Francisco eclipsan los errores de sus predecesores citados. Es la estrella que ilumina el cielo cristiano y no cristiano.

Ha hablado alto, proclamando que la Iglesia debe ir a las periferias existenciales del dolor, la injusticia, de la ignorancia, de toda especie, que no hay que acostumbrarse a la pobreza.