La frase de Carl Sagan define a la perfección lo que es el escepticismo. Descartes había dicho textualmente: “Solo debo admitir lo que es indudable”. Cada ser humano decide lo que para él no puede ser puesto en tela de duda, en cual caso puede creer en el Corán, en la Biblia, en el Libro de Mormón, la Torá, el Talmud, el Bhagavad guitá, Mein Kampf o dejarse guiar por mentes preclaras que trajeron una luz muy personal: Gandhi, Martin Luther King, Buda Gautama, Jesús, Sócrates, Kant, Saint Exupéry y otros, es indudable que tendrán ellos muchos puntos en común. Cometeré una imprudencia al declararme dueño de la única verdad, pudiendo convertirme en fanático o fundamentalista, criticando o despreciando las creencias de los demás. Los budistas no creen en ningún dios exterior, lo que no les impide lograr una extraordinaria superación personal. El ateo, el agnóstico, al apegarse al más estricto humanismo, se imponen normas de conducta que pueden ser tan o más exigentes que las religiosas, porque no se dejan guiar por ninguna promesa de recompensa ni temor a eventuales castigos: es el deber por el deber preconizado por Kant. El humanismo consiste en practicar todo lo que nos puede ayudar a ser más justo, solidario, consciente del mundo en el que vivimos, amando a los demás. Ver los defectos ajenos ignorando los nuestros equivale a una ceguera mental que frisa la estupidez. Sigo pensando que la gentileza, la cortesía son las máximas virtudes que ostenta el ser humano de cualquier nivel social. En este sentido, el hecho de contaminar el planeta o podar indiscriminadamente los árboles puede ser una falta más grave que el eventual adulterio.

Respeto a Carl Sagan sabiendo que lo importante es buscar, investigar, evitar desde luego lo que nos puede llevar a sentimientos negativos como el odio, la envidia, el desquite, el resentimiento, la soberbia, la constante crítica dirigida hacia los demás, no hacia nosotros mismos. Desconfío de la fe ciega que puede admitir cualquier cosa sin pruebas, razón por la que no creo en otra vida después de esta, pues nadie ha vuelto de aquel hipotético mundo. Pienso que toda persona dotada de una fe religiosa, la que sea, resuelve o interpreta a su manera las preguntas o eventuales respuestas que puede intercambiar con divinidades en cualquier parte del planeta. Puedo reservarme el derecho de pensar que los dioses no hablan, que los muertos no vuelven, pero es razonable dejar que cada cual saque sus propias conclusiones. El peligro más grande para cualquier creyente es no admitir (a veces con cierta agresividad) que otras personas puedan tener otro credo, otra filosofía. No hemos captado todavía la importancia de la tolerancia, tanto en materia de religión como de política. Se llega a la triste conclusión de que debamos convertir en adversarios o enemigos a todos quienes no piensan como nosotros. Volvamos entonces a la filosofía del emperador Marco Aurelio: “Si cada cual quisiera hacer feliz a cada cual, todos seríamos felices por mutua solidaridad”. Es la más grande perogrullada, la que todavía no logramos asimilar.