Con la diversidad de Barcelona, hay que saber primero quién la mira para entenderla. Para un italiano, Barcelona es la alternativa moderna a orillas del Mediterráneo (si no le gana en un futuro Marsella). A fin de cuentas su origen romano –fundada por ellos como Barcino, origen de su nombre– remueve estratos psíquicos en los italianos que haría las delicias de los estudiosos del inconsciente colectivo, y que, en un plano práctico, huyen del difícil horizonte de su país. Señalo este colectivo porque sigue siendo el que inmigra más, después de franceses, ingleses, rusos, alemanes y chinos, mientras que los latinoamericanos se siguen reduciendo.

Para algunos españoles, Barcelona es la interrogación que siempre me plantean en un aparte: ¿cómo haces para sobrevivir hablando español? En ese momento yo me pregunto cómo llegué a esa conversación y explico lo que un español debería conocer cabalmente: que la mitología feroz del nacionalismo catalán no es cierta y que le haría bien a España no tener tantos prejuicios hacia Cataluña.

Y al revés, sin duda.

Para un nacionalista catalán que no sea de Barcelona, esta es un problema porque fisura el discurso identitario. Para un barcelonés no nacionalista, Cataluña arriesga su apertura. No lo digo yo: es lo que me cuentan aquí. A ratos, me río. A ratos, me dan ganas de llorar. Estos extremos terminan provocando calles y edificios plagados de banderas nacionalistas que no celebran un día en concreto sino que continúan allí cada día. Lo peor es que una bandera permanente canjea la vida por un discurso, tanto para el nacionalista como para quien no lo es y declara, al no poner banderas, su voto en blanco.

Hay Barcelona según como le vaya a uno en la fiesta. Y es la fiesta lo que está definiendo una ciudad que en los últimos años –llevo 16 viviendo aquí– se ha vuelto precisamente eso: un lugar festivo. Lo que antes era rasgo propio de un lugar de la Costa Brava, Lloret de Mar, adonde llegaba un turismo barato y destructor, de consumo de licor y discotecas, ha sido el modelo que se ha extendido a Barcelona. Basta un recorrido nocturno por el eje Ramblas - Barrio Gótico - Borne - Barceloneta - Puerto Olímpico para encontrarse con lo peor de ese turismo y con un solo idioma dominante, ni el catalán ni el castellano: el inglés. ¿Que están destruyendo Barcelona? La pregunta ya es un tópico y la respuesta salta a la vista. Cuando solo se espera eso de la ciudad, además de un paseo por cumplir con las obras de Gaudí, convertido en parque temático, y el infaltable estadio del Barça –y pare de contar– es un mal asunto para la riqueza de Barcelona.

Mientras tanto se cuecen problemas graves. Un gobierno local y un gobierno central, el de Madrid, que podrían dialogar pero no quieren. Y no quieren por conveniencia. No hay mejor distracción para enquistarse en el poder y alejarse de la responsabilidad política por los verdaderos problemas sociales de la crisis económica y la corrupción, que sacar del armario empolvados emblemas del nacionalismo. Ya me gustaría que Barcelona y toda Cataluña pudieran votar su independencia y ver la realidad más allá de los discursos. Mientras tanto la ciudad se deteriora como centro cosmopolita, en el sentido de que lo mejor de sus propuestas y posibilidades quedan en segundo lugar frente a la conversión de la ciudad en el nombre de uno de sus premios “Barcelona, la millor botiga del món”. Resumen: compras y diversión. O mejor dicho: en río revuelto, alguien está ganando.

Llàtzer Moix señalaba con cifras el contraste entre el presupuesto anual que recibe uno de los mayores museos de Barcelona, el MNAC, alrededor de trece millones de euros, frente a los seis millones que ya ha consumido la celebración del tricentenario de 1714. Y añadía que falta “un discurso y un proyecto capaces de marcar líneas de progreso para Barcelona como capital de cultura en la escena internacional”. El resultado es una ciudad polarizada: por una parte, una imagen restrictiva por los tópicos nacionalistas; por otra, una ciudad siempre atractiva donde los colectivos extranjeros son, cada vez más, simulacros de guetos que se comunican en inglés.

Para algunos nacionalistas catalanes in extremis, un latinoamericano, por el mero hecho de hablar en castellano, queda clasificado como parte del “enemigo”. No hay ninguna agresión, por supuesto, todo es muy correctito y educado, no hay lobos feroces, pero tampoco hay ningún abrazo, es decir: ninguna fraternidad. Terrible error. Si un catalán puede ser comprendido por alguien es precisamente por quienes se independizaron hace siglos de España y por eso mismo saben tomar distancia de los rezagos del otro nacionalismo, el español. Esa España, la de Fernando VII, no podía entender un continente que estaba al otro lado del mundo.

Pero Cataluña está aquí al lado, lo que hace mayor e imperdonable la ceguera de ambos nacionalismos. Lo que en realidad me apena ver es cómo algunos amigos catalanes que no creen en discursos impostados, –amigos que hacen de esta ciudad una de las mejores que conozco–, optan por callar por hartazgo y hasta incluso por autocensura, no por temer ataques, sino por esa ausencia de fraternidad que mencioné. Pero cada vez hablan más y son críticos. Los hay que hace mucho rato ejercen ese librepensamiento y han tenido que soportar las tergiversaciones del discurso único y que, como era de suponer, no gustan a ninguno de los dos extremos. Pienso en Javier Cercas. Nacido en Extremadura, criado en Gerona, y residente ahora en Barcelona, completamente bilingüe, es una de las voces lúcidas que señala lo mejor que ofrece un pensamiento abierto en Cataluña. No es por nada que, junto con Vila-Matas y otros más, sean escritores de perfil europeo. Si España y Cataluña se restan a sí mismas, pierden lo que sumadas estaban consiguiendo con Barcelona: una ciudad europea a carta cabal. Que ella resiste, por supuesto. Su tradición es larga, robusta, diversa. Pero el asunto no es resistir, sino crecer.

El resultado es una ciudad polarizada: por una parte, una imagen restrictiva por los tópicos nacionalistas; por otra, una ciudad siempre atractiva donde los colectivos extranjeros son, cada vez más, simulacros de guetos que se comunican en inglés.