“Solo Dios sabe cuánto te quise”, son las últimas palabras del doctor Juvenal Urbino dirigidas a su esposa, al momento de morir, a los 81 años. Y los lectores sentimos el choque eléctrico que produce el trayecto desde Eros hasta Thánatos, por la mano prodigiosa de García Márquez. Parecería que no hay experiencia ni espectáculo más poderoso que la vivencia del amor, por ello el admirado Gabo se aplicó en integrar, con la mayor sabiduría posible, historias del corazón en medio de sus grandes mosaicos novelescos.

Lo que en Roland Barthes es el discurso de un enamorado que no muestra a la persona amada, y en Julia Kristeva una de las mejores definiciones del lenguaje del amor (“un vuelo de metáforas”), en las ficciones crece al punto de sintetizar en una novela una especie de totalización de la experiencia humana. Que el lector se asome a El amor en los tiempos del cólera, y sintonice con el rasgo, el matiz de sentimiento, la etapa emocional en el largo camino de la vida, que le sea reconocible. Que como se dice para leer (es mejor leer cualquier texto que ninguno), es mejor haber amado que nunca haberlo hecho, por mucho que esa contención le haya ahorrado penas y decepciones.

El quid en el lugar común de que el amor es la fuerza que mueve al mundo, radica en qué entendemos por esa palabra que viene de antiguo y con diferentes simbologías según la cultura: el Eros griego, la madre Isis egipcia (qué lástima que las siglas de significación terrorista de hoy manchen el nombre de una deidad admirable), la Ishtar babilónica. El impulso procreador ha puesto énfasis en el amor que mantiene a la especie en progresión creciente, pero la experiencia demuestra que requerimos del término para identificar nuestro empuje emocional hacia muchas metas. La Biblia demanda un amor a Dios.

Si esto es así, ¿por qué la sociedad problematiza que la gente se ame? Acabamos de asistir a la batalla de que la unión de hecho figure en la cédula de los ciudadanos que optan por ese vínculo, en pos de la asunción de derechos que tienen las parejas comprometidas por lazos estables. Parecería que precisamente lo que la organización civil desea es un ordenamiento que incorpore a todos sus ciudadanos en un marco de interacción de deberes y derechos. Y que ninguna marginalidad es deseable. ¿No nos convencen los argumentos de que el ejemplo del desamor, el abandono, la inseguridad son mucho más nocivos que el espectáculo de gente comprometida y solidaria?

El día que escribo esta columna, me estremecen dos noticias: que un ciudadano americano ha asesinado a tiros a una hija y seis nietos –niños entre 10 años y 3 meses de edad–, y que una mujer de 38 años ha sido ejecutada, en el estado de Texas, con inyección letal. Dos rostros amedrentadores de Thánatos, que provienen de seres humanos, el uno por recónditas razones de una psiquis incognoscible; el segundo, por decisiones de otra clase de organización civil que pone en práctica una creencia particular: la de la pena de muerte.

Y compruebo la permanente dialéctica que moviliza la fuerza que nos dirige, en este paréntesis revulsivo que se abre del nacimiento a la muerte.