Hace algunas semanas, haciendo fila en una farmacia grande, me enteré –por el estentóreo anuncio del joven despachador– de que las tres personas que me precedían estaban comprando fluoxetina, venlafaxina y sertralina, respectivamente. Quizás el hecho de que tres consumidores de antidepresivos concurran simultáneamente a la farmacia es una coincidencia, o dice algo sobre la prevalencia de aquello que muchos llaman “la enfermedad del siglo XXI”: la depresión. Un diagnóstico excepcional en la generación de nuestros padres se ha convertido en una etiqueta ordinaria en el presente, al punto de que hoy en día la mayor cantidad de recetas que despachan las boticas provienen de médicos no psiquiatras, o los antidepresivos se venden sin ellas.

¿Un artificio creado por el mercadeo de la industria farmacéutica o un fenómeno clínico en expansión? Ambas lecturas son verdaderas. El lanzamiento del Prozac (fluoxetina) a mediados de la década de 1980 inauguró el “boom” de los antidepresivos actuales, tan efectivos como los anteriores pero mejor aceptados por los pacientes por sus menores efectos secundarios: ello “ha facilitado” el diagnóstico. Los antidepresivos operan incrementando de la disponibilidad de ciertos neurotransmisores en las conexiones neuronales, bajo la hipótesis de que estas sustancias han disminuido en los deprimidos. Actualmente, la supuesta utilidad de los antidepresivos se amplió para otros síntomas: trastorno de pánico, problemas alimentarios, la llamada fobia social y otros. Los antidepresivos tienen valor terapéutico en muchos pacientes cuando están bien indicados y dosificados, y no deben ser desestimados en los tratamientos.

Por otro lado, las nuevas clasificaciones de los trastornos mentales son más incluyentes, y hoy presentan una gama extensa de posibilidades de diagnóstico dentro de los trastornos afectivos, incluyendo la depresión. Esto no es ajeno a una ideología actual de la “cosmética de la conducta social”, que propone el éxito y el reconocimiento de los demás como un ideal de salud mental, y la soledad como un trastorno. La posmodernidad aparece en occidente como un discurso que autoriza y prescribe el goce sin límites ni restricciones para cada uno, en el nombre del respeto a las minorías y a las particularidades. El resultado de esta consigna política que ordena gozar por la vía del consumo y el exceso es el vacío, vivido como un cuadro que invariablemente es diagnosticado como depresión.

Entonces, hay una depresión propia del siglo XXI que representa el malestar en la cultura del presente, incluyendo la que hoy aparece con más frecuencia en nuestro Ecuador de nuevos ricos y un Estado que nos infantiliza y decide por nosotros. El fenómeno ha llamado la atención de los psicoanalistas, quienes durante mucho tiempo lo desestimaron creyendo que Freud ya lo había dicho todo en su clásico “Duelo y melancolía” de 1915. El psicoanálisis actual confronta una “clínica de la posmodernidad” que incluye problemas que antes eran excepcionales, como las farmacodependencias, los trastornos alimentarios y la depresión. Todos ellos vinculados a los goces y privilegios ilimitados, y al consecuente estancamiento y atrofia del deseo. Más allá de la utilidad clínica de los antidepresivos y de las psicoterapias, se trata de relanzar el deseo mediante la asunción de nuestra condición humana, en cuanto somos seres hablantes y, por tanto, limitados. Porque todos somos limitados.