La semana pasada el presidente del Colegio de Médicos de Aragua, estado vecino a Caracas, reportó la muerte de ocho personas por un “virus desconocido”. La primera reacción del Gobierno venezolano, en voz del gobernador de esa entidad, fue demandar al especialista que hizo la denuncia por “divulgar falsa información en una campaña terrorista de desestabilización”. Una semana después y con nueve muertos a cuestas, reconocieron que al menos tres de los fallecidos fueron víctimas del chikungunya, un virus importado a Venezuela desde República Dominicana. Desatado el pánico colectivo frente a la posibilidad de que se tratara de una epidemia de ébola, la ministra de la Salud no se atrevió ni siquiera a nombrar la enfermedad. Solo atinó a prometer que si en el país se registra “un caso de los que se están detectando a nivel internacional”, lo van a “decir”.

El chikungunya ha cristalizado la inoperancia de la gestión de Nicolás Maduro en una nueva dimensión. El brote coincide con el punto más crítico de escasez de medicamentos, reactivos e insumos sanitarios que se ha registrado este año por la falta de dólares para cubrir estas importaciones. Mientras los pacientes se mueren de mengua en las emergencias por falta de acetaminofén para tratar el chikungunya o de hilos para hacer suturas en las cirugías, el gobierno insiste en que no hay comida, ni desodorantes, ni repuestos para vehículos por el contrabando de extracción en la frontera con Colombia y el coletazo que dejaron las protestas de principios de año.

Los economistas Ricardo Haussman y Miguel Ángel Santos se preguntan si es moralmente honrado pagar los 5.200 millones de dólares en bonos de la deuda externa el mes próximo cuando se le deben 3.500 millones a las farmacéuticas, 4.200 a los importadores de alimentos, 3.000 millones a la industria automotriz y 3.700 millones a las aerolíneas. Maduro responde que los demandará por participar en una “conspiración internacional”.

El riesgo de default que advierten los economistas es apenas una consecuencia de la profunda crisis de ética política que ha consumido a líderes, partidos y ciudadanos por igual en Venezuela. Hugo Chávez reivindicó la legitimidad de los golpes de Estado contra Carlos Andrés Pérez tras pedir financiamiento al Fondo Monetario Internacional a cambio de implementar un paquete de medidas que implicaban: eliminar la tasa de cambio preferencial, liberar los precios de los bienes y servicios, aumentar la gasolina y reducir el gasto público y el déficit fiscal.

Hoy Maduro compromete los activos del país en una deuda creciente con China –que acaba de abrir una línea de crédito con Miraflores por 4.000 millones de dólares–, incrementa los precios de los servicios públicos sin anunciarlo en la Gaceta Oficial, prepara el terreno para disparar el precio de los combustibles, y antepone la deuda con acreedores internacionales al pago de los compromisos con los nacionales. No conforme con ello se niega a renegociar los términos de la deuda externa y se propone vender Citgo, un activo que la industria petrolera venezolana no podrá recuperar y que la pone en minusvalía frente a otros competidores regionales en los mercados energéticos internacionales. Exige a los funcionarios públicos “eficiencia” para enmascarar el desangre de recursos que ha perdido el Estado en los últimos 15 años a través de la corrupción, y decreta la creación de un sexto fondo de desarrollo sobre el que no habrá contraloría alguna.

Maduro está cosechando la siembra que cultivó Chávez: exacerbar la vocación consumista de una economía rentista por medio de la asignación de divisas a valores irrisorios, que le permitieron a particulares y empresarios hacer dinero de un chantaje convertido en política pública. Incompetentes para librar batallas electorales, los partidos nuevos y viejos de la oposición no lograron hacer contrapeso desde los cargos de elección popular. Participamos de la fiesta y bailamos al son que tocaba. Una vez que todos los actores económicos y sociales del país se volvieron dependientes de la liquidación de dólares, el Ejecutivo cerró el grifo de las divisas y arrancó la transición hacia un modelo que impone el control del Estado sobre la libertad de producir, crear, opinar y progresar.

Irónicamente Maduro está atrapado en un dilema similar al que entrampó a Pérez: encontrar la forma de hacer que el pueblo pague el coste del ajuste sin que proteste, mientras el estamento militar le respira en la nuca para que dilate la ejecución de las medidas. Maduro no tiene la trayectoria ni la ascendencia política con la que contaban Chávez o Pérez. El primero no tuvo oportunidad de demostrar que podía superar tal coyuntura. El segundo ni siquiera pudo lograrlo. No hay bien común que sobreviva a la depravación de la ética política.

Los economistas Ricardo Haussman y Miguel Ángel Santos se preguntan si es moralmente honrado pagar los 5.200 millones de dólares en bonos de la deuda externa el mes próximo cuando se le deben 3.500 millones a las farmacéuticas, 4.200 a los importadores de alimentos, 3.000 millones a la industria automotriz y 3.700 millones a las aerolíneas.