Claro, yo acá sentada en Laipsig, Doitchland, en mi café de siempre, con el revelador nombre de “Buenoparanada” (Tunichtgut), leyendo cómo en Ecuador la gente no habla de otra cosa que de las marchas, del presidente, del miedo, de la mentira, de la corrupción, de la ira, de las piedras, las plazas, las camisetas, las filas, los comprados, los pagados, los vendidos, los actores actuando de ecologistas mientras se llenaban los bolsillos (para esos son actores, ¿quién les cree?, faltaba más). Tomándome una copa de vino tinto de garnacha mientras en África ya son más de dos mil las víctimas mortales del ébola, Obama ya envió apoyo a África Occidental, especialmente a Liberia, más de tres mil soldados, médicos y especialistas se disponen a ayudar, mejor tarde que nunca, pero mejor a tiempo, ¿no?, ¿por qué reaccionamos tan tarde?, se preguntan todavía los medios alemanes.

Mientras tanto, en Quito la gente sale a las calles a protestar y yo no me entero muy bien de los detalles de la acción, ni de su porqué (desde chiquita fui así, colgada con otras cosas: recuerdo en la época de Abdalá a una señora metiendo la olla en una bolsa para salir a dar “cacerolazos” mientras yo me preguntaba por qué “cacerolazo” si todos a mi alrededor le decíamos “olla”). Me inquietan las noticias que leo gracias a mis diligentes amigos, con conciencia social, que se pasan el día informando, desinformando y comentado a través de las redes sociales. Tanto que al final del día mi cabeza y mi conciencia son un Mischmasch (como los alemanes le llaman al revoltijo caótico de cosas que nada tienen que ver la una con la otra: un arroz con mango, más o menos) de noticias sobre enfermos, heridos, corruptos, yihadistas, neonazis, gatos perdidos, hijos recién nacidos, amas de casa desesperadas, cantantes de gira, artistas muertos, antipoetas recordados con nostalgia, bromas sobre la eficacia anticonceptiva de la moda alemana (sandalias de cuero con medias), bromas sobre el presidente del Ecuador, entre otras una que me arrancó una carcajada: un afiche imitando la publicidad de la famosa película, con una foto de Rafael Correa flotando místicamente en el fondo, y en grandes letras: “El señor de los impuestos”.

Luego de pasarme el día como picaflor, de noticia en noticia, de chisme en chisme, de broma en broma, ya no sé si sentirme más culpable de haberle mentido a mi mejor amigo o si considerarme un parásito del bienestar del mundo occidental pagado con la sangre de trabajadores explotados. Uno ya no sabe si sentirse culpable de estar ahí sentado leyendo su facebook mientras comemos pizza mientras otros se mueren como perros de una enfermedad aterradora que formaba parte de las pesadillas de nuestra infancia.

Uno añora tanto el Ecuador, almorzar ensalada de aguacate en casa de sus abuelitos, entregada al placer absoluto del amor y los recuerdos compartidos, y por otro lado se alegra de no estar allí en medio del caos, el conflicto y la incertidumbre. Leer y hablar de política me angustia o me aburre, y la mayor parte del tiempo creo estar leyendo o escuchando solo medias verdades, así que me entero poco de qué va la cosa. Pero hay algo que me parece irrefutable: si la gente está tan descontenta, con una furia que ya no cabe en sus casas y se desborda a las calles, será que algo anda mal. O, quién sabe, quizá perdieron todos la cabeza o salir a las calles a protestar se convirtió en una especie de vicio o de deporte nacional. Por las dudas, me fijo en los que en cambio dicen estar no solo satisfechos sino que de plano idolatran al Gobierno. Y ahí sí que me asusto. Porque una cosa es que uno le parezca bien lo que hagan los dirigentes, pero otra es escribirles odas y alabanzas. Eso sí que me pone nerviosa: los fanáticos. Basta que un grupo de personas defiendan una causa con pasión determinada, irrefutable, para que yo me diga: ahí hay gato encerrado. Porque los gatos, todos sabemos, son cautos y sofisticados, se entregan (creen) con mesura y elegancia, se guardan su dignidad privada y su última palabra, si van a lamer algo, será su propio pelaje para estar más bellos y limpios, o las gotas que hacen saltar del plato a sus patas. Narcisistas y juguetones, no se juegan la vida por una ideología. Pero por supuesto, un gato no hace patria. Así que habrán encerrado a los gatos por falta de compromiso patriótico. Pero también por noctámbulos, seguro. Imagínate si les da por salir un domingo a pasear y se quieren tomar una copa de vino (prohibido) o se quedan hasta pasada la media noche (porque ni que fueran cenicienta) y les da por querer un roncito (prohibido). El problema de los gatos es que por más que les moleste la situación, tampoco van a ponerse a salir de marchas ni de protestas, se pasan todo el tiempo posible durmiendo en los laureles, cazan ratones, mariposas y moscas sin interesarse en compartirlos con la manada ni en las consecuencias ecológicas de su acción, lo miran todo como si no fuera con ellos. Y el rato de los ratos, sin darle explicaciones a nadie, si no les gusta la casa en donde viven, se van nomás. O se acurrucan en el sofá y se olvidan del mundo.

Narcisistas y juguetones, no se juegan la vida por una ideología. Pero por supuesto, un gato no hace patria. Así que habrán encerrado a los gatos por falta de compromiso patriótico. Pero también por noctámbulos, seguro.