La cantina pública más grande del mundo. Así describían al estadio Alejandro Serrano Aguilar los periodistas deportivos encargados de una transmisión del partido de fútbol del equipo local: la cantina pública más grande del mundo en la que, además, se practicaba deporte.

Y no estaban equivocados. Con un aforo de casi 18 mil espectadores, la venta de licor era como una consecuencia justificada por el frío de la noche de viernes, el encuentro con los amigos, el corazón comprimido por la pérdida de siempre y la martillante publicidad mediática de empresas de licor que auspiciaban equipos, encuentros y transmisiones “periodísticas…”.

Y aunque el fútbol es un lucrativo negocio privado, el escenario era un espacio público en el que muchos de los atletas que han enorgullecido a esta patria dejaron sudor, lágrimas, esperanzas y desesperanzas.

Pero que un espacio público vuelva a ser una cantina que valide la conducta de los bebedores sociales, ocasionales, empedernidos, deportivos o perdidos tiene ya una muralla. Desde esta semana, en esta “Apenas del Ecuador” –como sentencia el poeta Efraín Jara Idrovo– entró en vigencia una ordenanza que prohíbe la venta y consumo de licor en calles, avenidas, plazas, plazoletas, parques, glorietas, estadios, teatros, coliseos, veredas, bosques, canchas, puentes, pasajes, escenarios deportivos, márgenes de ríos, quebradas… Quien lo haga pagará una multa de hasta el 50% del salario mínimo vital o su equivalente en trabajo comunitario.

La norma legal no tiene excepcionalidades: quienes deseemos beber lo haremos en espacios privados, ya no invadiendo los parques lineales que adornan los ríos que atraviesan la ciudad, o los parques infantiles cuyos mobiliarios urbanos servían de charolas, mesones, barras y hasta de material bélico cuando la “chuma” se volvía incontrolable.

Un aspecto del debate que desarrolló el Concejo de Cuenca, antes de la aprobación de la ordenanza, fue la pretensión de las juntas parroquiales para que se permita beber públicamente en “fechas especiales”, como fiestas de independencia, fundación, parroquialización o “patronales”. Pero –superando ciertos referentes culturales, semióticos, antropológicos– se negó aquella pretensión de seguir entendiendo lo “comunitario o tradicional” como un espacio de transgresión.

Esta normativa no tardó en instalar debates en redes sociales sobre lo que, en algunos casos, se considera una legislación “restrictiva”, que “niega derechos y autodeterminaciones”, o que “reniega de aspectos puramente culturales y sociales”.

Según las estadísticas, el consumo del licor en el Azuay es el segundo responsable de accidentes de tránsito, muertes violentas y detenciones por infracciones de tránsito. El consumo del licor es un tema de salud pública, y desde luego que esta ordenanza no solucionará el problema social del alcoholismo, pero al menos no validará el que se lo haga públicamente, haciendo gala en el imaginario social referencial publicitario de que tener una copa en la mano es sinónimo de éxito, masculinidad, posicionamiento. O moda.

La ordenanza no deja de ser un primer avance. La solución al tema integral del consumo de licor y sus consecuencias sociales, económicas, familiares, deberá pasar por espacios de educación, reflexión, albergues para bebedores abandonados, etcétera.

Claro, eso sucederá si es que no se convierte en un tema político. Y no muere en la ordenanza.

¡Salud por ello!