La semana pasada participé en una conferencia organizada por Rethinking Economics, una organización estudiantil que espera promover, adivinaron, un replanteamiento de la economía. Y Mammón sabe que es necesario replantear la economía después de una crisis, que no se pronosticó ni se previno.

No obstante, me parece importante darse cuenta de que el enorme fracaso intelectual de los últimos años sucedió en varios niveles. Es claro que la economía, en tanto una disciplina, se desvió terriblemente en los años –de hecho, décadas– que antecedieron a la crisis. Sin embargo, los fracasos de la economía se agravaron enormemente debido a los pecados de los economistas, porque con demasiada frecuencia permitieron que su autoexaltación partidista o personal sobrepasara a su profesionalismo. Por último, aunque no menos importante, los formuladores de políticas económicas decidieron, sistemáticamente, oír solo lo que querían oír. Y es este fracaso a múltiples niveles –no solo la deficiencia de la economía–, lo que explica el terrible desempeño de las economías occidentales desde el 2008.

¿En qué sentido se descarrió la economía? Casi nadie pronosticó la crisis del 2008, pero se podría mantener que eso, en sí mismo, es justificable en un mundo complicado. Más condenatoria fue la muy extendida convicción entre los economistas de que no era posible que sucediera semejante crisis. Subyacente a esta complacencia estuvo el dominio de una visión idealizada del capitalismo, en la cual las personas siempre son racionales y los mercados siempre funcionan a la perfección.

Ahora, los modelos idealizados tienen un papel útil que jugar en la economía (y, en efecto, en cualquier disciplina), como mecanismos para aclarar las ideas. Sin embargo, comenzando en 1980, se volvió cada vez más y más difícil publicar cualquier cosa en la que se cuestionara a estos modelos idealizados, en las principales revistas. Los economistas que trataban de tener en cuenta la realidad imperfecta, lo que Kenneth Rogoff, de Harvard, difícilmente un personaje radical (y alguien con quien he tenido escaramuzas) llamó alguna vez la “nueva represión neoclásica”.

Y, de más está decir que pretender que desaparecían la irracionalidad y el fracaso del mercado significó pretender que desaparecía la mismísima posibilidad del tipo de catástrofe que pilló desprevenido al mundo desarrollado hace seis años.

No obstante, muchos economistas prácticos conservaron una visión del mundo más realista, y la macroeconomía clásica, si bien no pronosticó la crisis, sí hizo un trabajo bastante bueno al pronosticar cómo evolucionarían las cosas después. Las bajas tasas de interés de cara a los grandes déficits presupuestarios, la baja inflación ante un suministro de dinero en crecimiento rápido y una aguda contracción económica en países que imponen austeridad fiscal, fueron una sorpresa para las cabezas parlantes de la televisión, pero solo eran lo que se había pronosticado con los modelos básicos, en las condiciones que prevalecieron en la poscrisis.

Sin embargo, si bien los modelos económicos no se desempeñaron tan mal después de la crisis, demasiados economistas influyentes sí lo hicieron: se negaron a reconocer el error, permitiendo que el partidismo brutal superara al análisis, o ambas cosas. “Hey, yo dije que no era posible otra depresión, pero no me equivoqué, todo se debe a que los negocios están reaccionando al futuro fracaso del Obamacare”.

Se podría decir que se trata solo de la naturaleza humana, y es cierto que mientras que la infracción intelectual más impactante ha provenido de los economistas conservadores, algunos de izquierda también han parecido más interesados en defender su territorio y criticar en forma insidiosa a sus rivales profesionales, que en corregir las cosas.

No obstante, este mal comportamiento ha provocado un impacto, en especial, entre quienes pensaron que sosteníamos una verdadera conversación.

¿Sin embargo, habría importado que los economistas se hubiesen comportado mejor? ¿O, de todas formas, la gente en el poder habría hecho lo mismo?

Si imaginaron que los formuladores de las políticas se han pasado los últimos cinco o seis años como esclavos de la ortodoxia económica, los indujeron a error. Por el contrario, las personas claves que toman decisiones han sido receptivas a las ideas económicas innovadoras y poco ortodoxas; ideas que, da la casualidad, también son erróneas, pero que brindan excusas para que, de cualquier forma, estos encargados de las decisiones hicieran lo que querían hacer.

La gran mayoría de los economistas orientados a la política creen que incrementar el gasto gubernamental en una economía deprimida crea empleos y que recortarlo los destruye, pero los dirigentes europeos y los republicanos estadounidenses decidieron creerle a un puñado de economistas que aseveran lo contrario. Ni la teoría ni la historia justifican el pánico por los niveles actuales de la deuda gubernamental, pero los políticos decidieron entrar en pánico de todas formas con base en investigación no examinada (y, resultó que errónea).

No estoy diciendo ni que la economía está en buena forma, ni que sus errores no importan. No es así, sí importan, y estoy a favor de replantear y reformar un campo.

No obstante, el gran problema con la política económica no es que la economía convencional no nos diga qué hacer. De hecho, el mundo estaría en muchísimo mejor estado de lo que está, si la política del mundo real hubiera reflejado las lecciones del primer curso de economía. Si hemos hecho un desastre de las cosas –y así ha sido–, la culpa no la tienen los libros de texto, sino nosotros mismos.

Los fracasos de la economía se agravaron enormemente debido a los pecados de los economistas, porque con demasiada frecuencia permitieron que su autoexaltación partidista o personal sobrepasara a su profesionalismo.

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