Entre noviembre de 1915 y mayo de 1916, dos diplomáticos europeos, el francés François George-Picot y el inglés Mark Sykes, mantuvieron negociaciones reservadas mientras sus naciones luchaban en la Gran Guerra. Como resultado de estas negociaciones las partes llegaron a un acuerdo sobre el trazo de las fronteras que tendrían los nuevos países en los que quedaría dividido el Medio Oriente, y el reparto del control sobre ellos entre las potencias europeas, especialmente Gran Bretaña y Francia. El nuevo mapa político de esa parte del mundo venía como resultado de la confrontación bélica que estaba ocurriendo y, en particular, por la debacle del imperio otomano.

Tanto George-Picot como Sykes eran conocedores del Medio Oriente en la medida en que dos europeos pueden serlo. El sultán turco con buen criterio había divido su imperio en provincias siguiendo coordenadas étnicas y religiosas. Pero el dúo anglo francés tenía otras prioridades en mente, ajenas completamente a la división entre suníes y chiitas, o las diferencias entre los kurdos y persas. La artificialidad que hoy exhiben las fronteras de los estados del Medio Oriente no es, en efecto, producto del azar y menos de su historia y cultura, sino de aquellas negociaciones, notas reversales, valijas y mapas que iban y venían entre las cancillerías de Londres y París hace un siglo.

A pesar de que el pacto Sykes y George-Picot fue criticado posteriormente, y en cierto modo derogado en la cumbre de San Remo en 1920, lo cierto es que con algunas variantes sus trazos perduraron en el tiempo. Bajo su sombrilla el mundo por mucho tiempo pudo ubicar dónde quedaban Siria, Afganistán, Líbano, Irak, Turquía, Kuwait, Catar, entre otros. Pero es un mapa que precisamente por esa artificialidad, entre otros motivos, ha venido esfumándose durante los últimos años. Incluso antes del surgimiento de la más reciente organización religiosa extremista que ha proclamado el nacimiento de un califato en el así llamado Estado Islamista de Irak y Siria, era evidente que las fronteras diseñadas por George-Picot y Sykes eran tan sólidas como un castillo de naipes.

El nuevo grupo extremista exhibe ciertas características que explican la reacción que ha provocado. A diferencia de Al Queda, estos insurgentes no solo pretenden liderar un movimiento de contenido religioso. Su ambición también incluye establecerse en un territorio determinado, un espacio que iría desde las costas sirias hasta el propio Irak. Algo que en parte parece estar lográndolo con el control que ha obtenido de una importante zona de Irak, que incluye varias ciudades y enclaves económicos ricos en petróleo.

Además, el grupo ha demostrado estar mejor preparado que otros para el manejo mediático y organización. A lo que se suman una violencia y crueldad sanguinaria impresionantes, mezcladas con un aberrante exhibicionismo; una práctica que, lamentablemente, tiene sus precedentes en lo que queda hoy de Irak, como lo testimonia la abundante iconografía arqueológica de esa región cuando albergó al desaparecido reino asirio. En fin, una nueva fuerza terrorista que amenaza no solo a Occidente, sino al propio mundo islámico.