De Guayaquil hay demasiadas cosas que me gustan como para enunciarlas todas, siempre vi con un dejo de envidia a quienes tienen el privilegio de vivir en esta ciudad y para una percepción así, confluyen tanto los indudables atractivos propios del puerto principal, como circunstancias de índole netamente personal. Guayaquil me sabe a vacaciones de infancia y adolescencia, a espacios de felicidad familiar que gracias a mis queridos tíos, Fernando y Eva María, pude disfrutar desde niño. Me sabe a la frontalidad y cariño de su gente, a esa forma de ser del guayaco, que el paso de los años y la modernidad por suerte no han podido modificar. A esa jerga porteña, compartida por todas las clases sociales en más o en menos, que directo y a quemarropa pueden disparar una palabra o frase, capaz de descolocar al más centrado. Más aún si tenemos en cuenta el nutrido lenguaje corporal de los habitantes de esta tierra, que acostumbran a acompañar sus expresiones verbales con gestos y ademanes que colaboran en el énfasis de las mismas.

Cualquiera que suelte alguna afirmación incoherente, ridícula o fuera de lugar frente a un grupo de guayaquileños que se precie, podrá encontrarse de pronto en el terreno que oscila entre el “déjate de notas” al “no hables tonteras”, dicho con una sonrisa abierta y franca como solo se produce en estos casos. Generalmente esto vendrá acompañado de la risotada de la concurrencia y de una metralla de comentarios jocosos. Nuestros políticos serranos un tanto acartonados y formales, siempre tuvieron problemas para entender estas manifestaciones de opinión, que por otra parte explica la forma de hacer política de los líderes locales. En Quito, por ejemplo, resulta difícil imaginarse como alcalde a alguien que en el ejercicio de la legislatura hubiera amenazado públicamente a un colega con orinarle en la oreja o a un líder que, iracundos en mano, haga una campaña presidencial basada fundamentalmente en cantos, bailes y contada de chistes. Los quiteños los prefieren un poco más familiares y aburridos, de hablar pausado, de lenguaje alambicado y apariencia formal. Es esa diversidad la que nutre al país y que hace que seamos únicos en el mundo, así como aquello que nos hace tan difícil articular propuestas nacionales en las que todos participemos y estemos de acuerdo.

Hoy por hoy tenemos un liderazgo nacional de un guayaquileño, cada vez en mayor confrontación con su propia ciudad. De hecho, las propuestas de Gobierno calaron mucho más profundo en otros ámbitos de la Costa, a tal punto que competencias portuarias tradicionalmente monopolizadas por Guayaquil han sido ofertadas a otras ciudades como Manta, por ejemplo. El “modelo exitoso” de desarrollo, del que se precia el alcalde, ha sido constantemente ridiculizado en las sabatinas, con imitación de voces y gestos incluidos. El electorado, sin embargo, no se ha movido de donde estaba hace algo más de veinte años, cuando la ciudad, tras varios desastres municipales, optó por una propuesta de orden y autoritarismo encarnada en un Febres-Cordero que venía de enfrentar procesos por violaciones a los derechos humanos. No se puede soslayar la obra pública realizada por el entonces alcalde, así como tampoco la maquinaria de terror instaurada en su gobierno bajo el membrete de la lucha contra el terrorismo. Negar lo primero es igual de estúpido que desconocer lo segundo. La pugna por la colocación de su monumento es buena muestra de la polémica existente respecto a las diversas aristas de su gestión. A la final se optó por ubicarlo en la obra emblemática de su administración (el Malecón) y sobre una pileta o pequeño lago, que el contexto no deja de recordarme a Yambo.

El Gobierno en su afán por copar todos los espacios y arrebatar a la oposición su principal bastión, ha dado palos de ciego que a la final han terminado jugando en su propia contra. El nombramiento del exgobernador Cuero, con escándalos de comisaría y burdel, es una buena muestra del nivel con el que se ha mantenido la relación Gobierno-Guayaquil y cuando pensábamos que nada nos iba a sorprender, se nos obsequia con el nombramiento del gobernador Panchana como presidente ejecutivo de la Orquesta Sinfónica de la ciudad; funcionario a quien el alcalde en buena muestra de humor guayaco, le mandó a continuar soplando el clarinete cuando se atrevió a criticar aspectos de la obra pública municipal.

Ahora nuestro megacarismático ministro de Relaciones Laborales, Carlos Marx Carrasco, ha acusado al alcalde porteño de liderar la “renovación conservadora”, en alusión a un posible retorno a valores sociales reaccionarios. Esto dicho por quienes sistemáticamente se opusieron al matrimonio igualitario, el registro de una niña como hija de una pareja homoparental o peor aún, cuando nos cubrieron de vergüenza al sancionar a sus propias asambleístas, por apenas plantear la necesaria discusión de la despenalización del aborto. Es entonces cuando al mejor estilo guayaco solo nos queda decir con una sonrisa: “déjate de notas”.

El electorado, sin embargo, no se ha movido de donde estaba hace algo más de veinte años...