Líderes políticos, científicos e intelectuales de todo el mundo han alzado su voz para reconocer el fracaso que ha significado la lucha contra las drogas, penalizándolas. Las políticas basadas en ideologías represivas –han dicho– deben ser sustituidas por otras más humanas y eficaces.

Hasta ahora, los muchos años de lucha para erradicar la droga solo han dejado un reguero de cadáveres en medio de una violencia estremecedora, millonarias ganancias a los traficantes, ingentes gastos militares, formación de carteles, capos bastardos y crueles que se transmutan en ídolos, y cárceles atestadas.

El expresidente del Brasil, Fernando Henrique Cardoso, ha dicho que “debemos tratar la adicción a las drogas como un problema de salud pública en lugar de como un crimen, e intentar reducir su demanda con programas educativos”.

Y uno, a la distancia, no tiene más que cruzar los dedos y exclamar ¡ojalá! Son tales los intereses económicos que están en juego, que han terminado imponiéndose sobre el sentido común. Y es que la plata del narcotráfico alcanza para ser repartida a troche y moche, el negocio de armas resulta demasiado atractivo y las economías de varios países se ven fortalecidas por el ingreso del dinero sucio y su posterior lavado.

Surge el escepticismo, porque no aprendemos. Es como si la prohibición para el consumo de alcohol en los Estados Unidos no hubiera dejado ninguna lección para la lucha contra las drogas. La violencia que se generó en esa época se reprodujo después, aumentada; los capos de antes crecieron en perversidad y corrupción; el dinero sucio se multiplicó, igual que la violencia y la muerte. A la postre, la ley contra el consumo de alcohol tuvo que ser abolida. Y el mundo siguió andando…

Traslademos lo anterior a la alimentación. Y volvamos al comienzo: no represión, sí educación. Y de ahí doy un salto a la primera persona del singular: flaco como he sido siempre, creía que a mi organismo no le hacía mella ningún producto, sea de sal o de dulce, líquido o sólido. Y así pasé la vida, hasta que un día sonó la alarma: todos los índices inventados y por inventarse estaban por sobre los niveles permitidos. Bastó eso para que haya aprendido que hay alimentos que me hacen daño y otros que me son beneficiosos.

Pero si me da la gana de comer delicias, como, aunque sepa que me hacen daño; si me da la gana de beber delicias, bebo. Es mi opción. Y ningún gendarme (que no sea el que se ha ubicado en mi cerebro) anda detrás de mí imponiéndome sus códigos y leyéndome sus leyes.

Y aquí surge mi pregunta: ¿Pueden los impuestos, puede la represión, hacer que la gente modifique sus hábitos alimenticios, o abandone el consumo de drogas, alcohol y cigarrillos? Puede lograrse, a palazos, que el ciudadano modifique su conducta? Y la respuesta: el cambio vendrá solo por el conocimiento, por la educación, que conducirán a la convicción.

Más que impuestos y correazos, se necesitan campañas en las escuelas, en los colegios, en los hogares. Un ser es más libre mientras más conoce, no mientras actúa bajo proscripciones y terror.

Perdón por tanta lata, pero es que el sentido común es así: aburridísimo. Tan aburrido que nadie parece hacerle caso.