El marco era hermoso, el río Guayas, se deslizaba suavemente una tarde de sol, con una visión clara de los cerros de la cercana Durán. En la plataforma del MAAC cientos de artistas se presentaban unos tras otros, sin anuncio de sus escuelas de baile o academias. Un público multicolor en sus vestidos y en sus rostros sentado en el suelo desplazándose por él a medida que huía del sol, admiraba y aplaudía. Una tarima con instrumentos musicales anunciaba la futura presencia de bandas. Dos caballetes con pinturas inconclusas, donde a ratos se sentaban los pintores mostraban la magia del color y la forma. Alguien leía poesías de su autoría, o recitaban poemas antiguos con sentimientos nuevos.

Era la celebración de 12 horas de arte.

La mayoría de participantes eran mujeres, niñas, adolescentes, jóvenes, adultas. En comunión con su cuerpo bailaban todo tipo de danzas. Hay allí un cambio radical. Las mujeres están a gusto con su cuerpo y no temen exponerlo a miradas de otros. En muchas de ellas la técnica había sido superada por una interiorización que les permitía danzar realmente metidas en la música y en sus sentimientos, no era una coreografía gimnástica que matemáticamente marcaba pasos sin alma. Era una expresión colectiva, pocas bailaron solas, pero la individualidad se manifestaba. No importaba el ritmo, sus cuerpos encontraban los pasos ancestrales, esos que nacen de adentro, de la comunión con la música que cada ser humano lleva en su interior, esos que nos remontan a la madre África de donde todos venimos antes de convertirnos en occidentales fríos y rígidos como un palo de escoba. Se entregaban a la melodía con pasión, con desborde, con gracia, con fluidez.

Recordé a Eduardo Galeano:

“La Iglesia dice: El cuerpo es una culpa.

“La ciencia dice: El cuerpo es una máquina.

“La publicidad dice: El cuerpo es un negocio.

“El cuerpo dice: Yo soy una fiesta”.

El público ha aprendido a ser más exigente, no aplaude porque está un familiar sino que descubre y contempla a quien de verdad se sumerge en lo que baila, canta o en la música que da y crea sentido a lo que vive.

La presencia de un mimo excelente fue también muy festejada. Los mimos buenos son psicólogos, descubren en el público a quiénes los pueden acolitar en su presentación, agregando dosis de humor tan bienvenidas en una sociedad crispada por insultos y confrontaciones.

El arte no necesita explicaciones, necesita y crea silencios, las palabras suelen estar de más cuando ellas no son las protagonistas, pero tenemos una manía de explicarlo todo, de reducir la belleza a etiquetas, clasificaciones, interpretaciones ideológicas. La lectura de textos que a veces se intercalaban entre las presentaciones, que requirió seguramente horas de trabajo, era por momentos agobiante. Nos cuesta aceptar los vacíos de silencio, el dejar caer en nosotros aquello que vemos, oímos, sentimos. La manía de explicarlo todo, de racionalizar todo, puede impedirnos disfrutar pura y sencillamente algo hermoso sin necesidad de meterlo en las sabias definiciones que alguien inventó.

Cuando el placer, así sin miedo, el arrobamiento que produce el arte está presente, no hay que inundarlo de palabras que rompen la comunión, entre los artistas y los espectadores. El silencio a veces es el mejor aplauso y el mejor comentario.