Más de una vez nos enfrentamos a una interrogante que resume una serie de ámbitos y espacios propios y de cuya respuesta depende el que la misma existencia tenga sentido. Cuando nos desnudamos frente a nosotros mismos y, desprovistos de justificaciones, nos preguntamos a quemarropa si lo que hemos hecho y lo que hacemos ha valido la pena. Si merece seguir o más bien replantear esquemas y reinventarse. El problema es tan complejo que incluso personajes de fundamental importancia en la historia, que con su accionar marcaron un antes y un después, al cuestionarse a sí mismos han terminado concluyendo que araron en el mar.

El cuestionarse a sí mismos en el caso de quienes hacen política, por ejemplo, o de quienes hacemos opinión, se constituye en un ejercicio no solo necesario, sino imprescindible. En mi caso personal, he sido públicamente acusado por el poder de generar odios y animadversión hacia él con mis criterios, de poco objetivo e incluso de hacerlo por motivaciones de carácter político. Ese “odio” como se ha definido a mi crítica por temas como la postura misógina y homofóbica, que ocasionalmente aflora en el presidente o el evidente retroceso en derechos fundamentales y la apuesta punitivista en la que la posición de gobierno ha confluido con las derechas más reaccionarias, también ha sido endosado a otros periodistas y medios que osaron cuestionar los designios del primer mandatario. La “objetividad” que espera el poder se expresa de forma clara en los estándares de juzgamiento y decisión de instituciones como la Superintendencia de Comunicación e Información, que dispuso la rectificación de una caricatura y la inclusión de “citas tácitas” en la misma o los entes de control electoral, que vulnerando principios básicos como el de legalidad, descalificaron a movimientos como Ruptura de los 25 aplicando normas que tenían a los partidos políticos como destinatarios. Por supuesto, tal “objetividad” se me da muy mal y constituye un estándar imposible de alcanzar, pues siempre fui malo para las flexiones de pecho. No es un problema de vanidad intelectual, sino de estómago delicado. En cuanto al supuesto trasfondo político de mi opinión, jamás he sido miembro o afiliado de movimiento o partido alguno, ni he ejercido cargo de elección popular, lo cual, por cierto, no significa que carezca de una posición política como todo ser humano en interacción con su sociedad y que deje de considerar como la peor traición a la izquierda, la deconstrucción del principio de igualdad, por la vía de la aplicación de estándares administrativos y judiciales diferenciados.

¿Vale la pena seguir y soportar la crítica del poder que cobardemente y con total desproporción de medios a su disposición hace de la respuesta un ataque personal que no se mide en honor, respeto o familia? ¿No es más fácil plegarse como han hecho muchos y cambiar las convicciones propias por la comodidad de la cercanía al régimen? ¿No es más sencillo utilizar la metodología de aquellos jueces que resuelven los casos puestos en su conocimiento, no en aplicación del derecho, sino con el objetivo de no desagradar al control administrativo y llegar al sueldo de fin de mes? Estoy seguro de que más de una vez nos hemos preguntado esto quienes hemos sido definidos como incómodos para la estructura de gobierno. La asimilación no es nueva, ya sucedió con Carl Schmitt o Martin Heidegger, quienes pese a su genialidad terminaron justificando las atrocidades del régimen nazi. Ya sucede con varios de nuestros otrora defensores de derechos humanos, que a cambio de una posición burocrática han llegado incluso a justificar el que se desconozca la validez de las decisiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Payasos, bufones y saltimbanquis siempre rondarán las mesas gubernamentales en busca de alguna sobra del banquete.

¿Por qué mantener una voz crítica? Porque esta sociedad merece algo más que vigilancia, control y castigo. Porque lo mucho de bueno que se ha hecho en diferentes ámbitos no justifica de ninguna manera el menoscabo constante de libertades y derechos. Por supuesto que los sectores menos favorecidos merecen educación, vialidad y salud de calidad, pero también el que no se los encarcele bajo estándares deleznables y se los condene en procesos de diez días que no les permite ejercer forma alguna de defensa, pues es justamente de estos estratos de donde se nutre el sistema penal carcelario. ¿Por qué seguir? Por ese joven que merece un futuro sin represión y sin miedos, por nosotros que como dice Cortázar “andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”.

El cuestionarse a sí mismos en el caso de quienes hacen política, por ejemplo, o de quienes hacemos opinión, se constituye en un ejercicio no solo necesario, sino imprescindible.