Una estudiante hace una tesis sobre tema universitario y pone a correr en Twitter una etiqueta con el nombre que titula esta columna. Yo me apego al momentáneo vuelo de la propuesta, pongo unos cuantos tuits y sigo mi camino, actitud que es la dominante respecto de estos fugacísimos mensajes. Pero el ritmo del pensamiento es otro, se asienta en algún lugar importante del cerebro e impulsa a regresar, a moler, a rumiar.

Por tanto, pensando en esa invitación a revisar el contorno actualísimo de quienes trabajamos en educación superior y apuntando a aquello que “causa angustia en las aulas universitarias tanto a profesores como a alumnos” como pedía la propuesta, vale ponerlas un poco en orden. Era de todo lícito e indispensable en el Ecuador, la búsqueda de un ordenamiento organizacional que pusiera a los entes que ofrecían educación, en rieles de objetivos, diseños y procedimientos comunes. Ha sido enorme el esfuerzo y ha llevado a las instituciones a mirarse a sí mismas, a mejorar.

Un poco agobiados por la proliferación de papeles (que es una forma de decir, obligados a producir documentos aunque ahora haya que colgarlos en la red), los directivos y maestros avanzamos con pautas relativamente claras. Visto desde el quehacer periódico de empezar y cerrar un curso, diseñamos un Syllabus que forma parte de una malla –en cuya elaboración y reajuste, al parecer, ha participado el profesorado–, lo vamos cumpliendo clase a clase tanto en lo que tiene que ver con contenidos como en ejecución de las metodologías de aula (exposiciones, talleres y toda clase de actividades en pro de la búsqueda del conocimiento), evaluamos a lo largo del curso y al final. Las evaluaciones no pueden renunciar a la dimensión numérica y convertimos las cualidades en cifras. Calificamos. Los alumnos también nos evalúan a los maestros.

Todo eso es forma externa. La realidad, parece ser, que con tanta dedicación y seguimiento de autoridades, no conseguimos superar ese “malestar” que rodea el trabajo universitario. Los participantes tenemos quejas mutuas. Las respuestas de los profesores a la consulta que comento (Véase #malestarenlaU) insisten en estudiantes indiferentes a la lectura, que quieren “aprender cosas” alejados de los libros, mirando el lado seudopráctico de las profesiones, como si el saber fuese fundamentalmente una conquista manual, una habilidad mecánica y no una construcción total, asentada en las ideas.

Sé que los alumnos también tienen reproches. Dicen que ningún título de cuarto nivel asegura la calidad pedagógica de la acción en el aula porque esta es producto de una clara reflexión y habilitación de formas de enseñanza-aprendizaje. La mayoría de los nuevos profesores, careciendo de una directa instrucción pedagógica, a lo más, imita a sus maestros. Por eso, un premiado Ph.D. puede ser en el aula un discurseador insistente, un atiborrador de lecturas que luego no revisa con los estudiantes, un profesional que picotea por encima los temas y no los analiza.

Esa cita desigual –lo digo por el esquema de que uno sabe más y tiene poder, por otros que desconocen montones de cosas y soportan los procederes del conductor– es la clave de la educación. Horas y horas de trabajo conjunto que puede ser concentración del aburrimiento o un apasionante compartir de acciones donde todos aprendemos algo.