Hace algunos meses me encontré con una muñeca abandonada en una estación de tranvía en Leipzig. Entonces me puse a escribir: los objetos solitarios son tan conmovedores. Hace una semana andaba yo en Berlín, perdida en el vértigo de esa ciudad frenética y parchada, así que terminé buscando refugio en la historia (pero fue en vano). Pasé la tarde en el Museo Alemán de Historia, ahondando el abismo del sentimiento de fracaso individual y colectivo que me ronda. Luego de horas me dejó de doler el corazón y empezó el lumbago que inevitablemente me acosa tras cada arranque de amor museístico: mientras más intensa la impresión, más agudo el dolor. Lo cierto es que me quedé colgada atemporalmente en cuatro o cinco objetos y vídeos de la exposición temporal “La Primera Guerra Mundial: 1914-1918”. Sí, colgada, con la boca y los lacrimales abiertos frente a tres títeres, grotescos y rústicos juguetes tallados allá por esas épocas por algún soldado condenado al infierno de las trincheras. De madera, tótems sin edad ni nación, con los ojos desmesuradamente abiertos como salidos de una pesadilla en la que irrumpe un grito. Juguetes para los niños que creían hacerse hombres jugando a la guerra, símbolos de esos hombres que nunca dejaron de ser niños, preparándose para la muerte en las trincheras, cavadas por los seres humanos para imitar el infierno en la tierra. Desamparados me miran tras la vitrina, los tres títeres: el diablo, la muerte y el Kasper, tallados con cuchillos para abrir vientres.
Qué solos se quedan los objetos que permanecen cuando la historia que los parió ya dejó de hablar por su propia boca. Entonces empieza a hablar la memoria, susurrando (gritando), a través de ellos, de sus maltrechos cuerpos-testimonio. No fueron las fotos de las pilas de cadáveres en las trincheras, ni el vídeo de los soldados cegados por los gases tomándose de las manos como niños, yendo de las letrinas a la cocina del lazareto, lo que me erizó los pelos de la nuca. Eran esos tres títeres, etiquetados bajo el núcleo temático, tan museístico: “El día a día en el frente”. Entre cuatro tabiques, en la semipenumbra, se exhibían varios objetos que pertenecieron a los soldados atrapados durante meses, esperando la muerte y alimentándose de horror, en el lodo de las trincheras. Tapones para los oídos (bombas, granadas, aviones, tanques, alaridos desgarraban el aire durante los ataques), papel higiénico, un set mínimo de juegos de mesa 4 en 1, incluso un ejemplar de los libros de oraciones repartidos por las comunidades judías a sus fieles (alrededor de cien mil soldados judíos sirviendo a una “patria” que 30 años más tarde los eliminó como se extermina a una plaga). Del día a día en el frente también eran parte las cajas del correo, desbordantes de cartas, con fotos y bucles, teñidas de besos, sollozos, deseo y miedo.
El mundo recuerda este año el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, que acabaría cuatro años más tarde dejando diez millones de muertos (sin contar con las víctimas de la gripe española y de los genocidios que explotaron en el marco de la guerra). Cien años de la pérdida de la inocencia, de una humanidad que asistió por primera vez, incrédula, al horror en que se había convertido el desarrollo industrial y tecnológico. Con el mismo entusiasmo con que fabricamos automóviles y telares automáticos, produjimos tanques, acorazados y ametralladoras. Los mismos laboratorios en que se desarrollaban compuestos para el control de plagas se convirtieron en fábricas de armas químicas para aniquilar al “enemigo”. Una guerra en la cual los caballos terminaron triturados bajo la crueldad de las máquinas. Habíamos borrado las distancias gracias a trenes, aviones, metros, tranvías, automóviles, ahora nos acercábamos vertiginosamente al otro para exterminarlo, sedientos de poder, de colonias, de expansión comercial y territorial. Habíamos expulsado a la oscuridad, nuestras ciudades resplandecían con la alegría histriónica de la luz eléctrica, y ahora volvíamos a invocarla, como si la última estación del progreso fuera la destrucción total.
Con los ojos desorbitados de los títeres latiéndome todavía en la espalda, continué deambulando por el museo. En las paredes se abrían bocas pálidas de luz para mostrar al público vídeos publicitarios producidos en 1916: orgullosos soldados sentados sobre sus tanques de guerra, regresando “vencedores” del frente (había que alimentar la mentira, mantener el apoyo popular a una guerra que estaba perdida). Un soldado encaramado al tanque estira la pierna y de una patada obliga a un árbol a inclinarse bajo el peso de la máquina. Impotente, el árbol rasguña la tierra mientras la cadena de acero le rompe el espinazo.
Recordé entonces la desolada angustia de aquellas fotos icónicas de la Primera Guerra Mundial, desde donde nos miran los caballos con sus enormes ojos tristes, incrédulos, muertos u obligados por el demonio de la violencia humana a portar máscaras antigás. Atrás queda el árbol agonizando, sus raíces todavía bebiendo del suelo. Sigo ahí, en el museo, atropellada por la historia frente al despliegue tecnológico de los tanques franceses, ingleses, alemanes: orugas romboides indiferentes a cualquier obstáculo.
De repente noto, frente a otra pantalla, un grupo de espectadores nerviosos, con los ojos llenos de culpa saltando entre la pantalla y los desconocidos que los rodean, como si les diera vergüenza estar allí, mirando esas imágenes mientras los miran mirando (pudor que se desvanece en la privacidad). En esa pantalla desfilan los rostros mutilados de algunos sobrevivientes de guerra, parias a quienes no se les invitaba a las ceremonias en honor a los veteranos pues llevaban en la cara la evidencia del horror. También a mí me avergüenza verlos, porque pertenezco a una humanidad capaz de eso. Entonces me doy vuelta y me estrello con el maletín de un médico de guerra. Abierto, en sus fauces brilla el instrumental médico para amputaciones, una orquesta escalofriante que grita desde un pasado al que no hemos aprendido a escuchar.
Qué solos se quedan los objetos que permanecen cuando la historia que los parió ya dejó de hablar por su propia boca. Entonces empieza a hablar la memoria, susurrando (gritando), a través de ellos, de sus maltrechos cuerpos-testimonio.