Seguimos alimentados con las noticias de violencias extremas. Desde el periodista James Foley decapitado hasta las cárceles de Brasil, en las que los reos mataron a dos personas de la misma manera. Se produce un rechazo colectivo, pero a la vez se percibe un afán de tener los detalles de tan cruel acontecimiento y si pudieran, verían el video de la ejecución muchas veces.

Nos atrae la violencia.

¿Cuánta gente se arremolina en un accidente de tráfico, cuántos ven en los centros comerciales las peleas de lucha libre que pasan por grandes pantallas en el patio de comidas? ¿Cómo imaginamos a los extraterrestres, en su mayoría, y los diferentes monstruos que vienen a destruirnos y se alimentan con sangre?

En general, las personas disfrutan con la violencia.

Me llama la atención cómo en las ceremonias de Viernes Santo hay cada vez más gente que se azota, se crucifica, se da latigazos, como si la violencia y el dolor fueran en sí mismo un encuentro con la divinidad. Se sacraliza la violencia.

Una cadena de televisión pasa una serie que se llama Hannibal, el protagonista se alimenta de sus propias víctimas, y debe contar con espectadores, porque de lo contrario la hubieran retirado de la programación.

José María Fernández Martos sostiene que los seres humanos aburridos de la época tecnológica que vivimos buscan el elemento orgiástico y de exceso que produce la violencia. Y si se agrega el rechazo a las comunidades musulmanas luego del ataque a las Torres Gemelas, tenemos el caldo de cultivo de muchas atrocidades.

El que utiliza la violencia y mata siente que verdaderamente existe. “Mato y odio, luego existo”. Necesitan destruir los individuos a quienes la vida les negó la capacidad de expresar positivamente sus capacidades específicamente humanas de amar y ser amados.

Pero al mismo tiempo, otras buenas noticias recorren el mundo. Las abuelas de la Plaza de Mayo encuentran a sus nietos, después de más de 30 años de búsqueda, la última hallada es Ana Libertad. La rabia, la frustración, la pena, la angustia les dieron fuerzas para conservar la memoria de lo sucedido. El perdón no supone amnesia, solo quiere decir que no se acepta dejarse envenenar por el mismo odio que ocasionó las muertes, desapariciones y torturas. La memoria rehace, reconstruye la trama de la vida, invita a actuar. La memoria de las atrocidades vividas significa que no se aceptan las injusticias, ni los crímenes, ni los vejámenes. Significa que no se acepta ser cómplice de la violencia y que no se quiere repetir sus desmanes.

Las abuelas de la Plaza de Mayo hicieron de la rabia y la desazón una fuerza de vida, un motivo de encuentro para conocer la verdad con respeto.

La carta del papa Francisco a Estela de Carlotto lo dice con admiración. “Por medio de estas líneas quiero hacerme cercano a usted en estos días en que usted se ha reencontrado con su nieto. Sé que es una alegría para la abuela que ha recorrido un largo camino de sufrimiento. Un sufrimiento que no la paralizó, sino que la sostuvo en la lucha. Y hoy, por esa constancia en la lucha, no es solo su nieto el que la acompaña, sino también otros 114 que han recuperado su identidad”, escribió Bergoglio.

Luego agregó: “Gracias, señora, por su lucha. Me alegro de corazón, y pido al Señor que le retribuya tanto tesón y trabajo”.

Quizás es bueno analizar de qué lado estamos cada uno.