Qué hip es tomarse una cerveza en el metro de Berlín mientras suben y bajan los fiesteros víctimas de una ciudad que no duerme. Bajarse uno también, quizá en la parada Warschauer Strasse (la calle de Varsovia) y caminar como si nadie nos esperara en casa, andar como si no hubiese camino. Atravesar entonces el puente sobre Revaler Strasse (como si estuviésemos en el París de Cortázar convertido en el Berlín de Isherwood –atrás y adelante en el tiempo–) mientras un calamar gigante, neón y psicodélico nos enreda en sus tentáculos y nos baja del puente. Entonces nos rendimos al destino y nos internamos en la calle Revaler, una vitrina donde se alinean, como esperando clientes, decenas de discotecas como oscuridades palpitantes donde un Mexikaner ( de tequila, chili y tomate) se incendia de luz roja, arrancándonos de la racionalidad individualista de la vida contemporánea.

Mientras el inconsciente colectivo, tribal, se entrega al recuerdo de los tambores alrededor del fuego del ser ancestral, nos dejamos ir en la embriaguez de la turba, del movimiento, de la entrega irracional a la noche: Urban Spree, Cassiopeia, Astra, Circo Suicida, los clubes como bocas abiertas del mismo rostro: Revaler Strasse 99. Como si de repente en una misma esquina del parque hubieran aparecido de la mañana a la noche, por obra de magia, columpios, resbaladeras y subeibajas para adultos, en esa esquina del añorado parque, un poco oxidados, con basura tirada por todas partes, nuestros jueguitos. ¿A quién le importa la mugre o le espanta la nostalgia cuando ya adulto se sorprende volviendo a ser niño?

¿A quién le asusta entonces hacer una fila de tres horas en el Berghain, el templo de la música electrónica, la institución del tecno, para que un bouncer de cara tatuada te mande a casa por ordinario, porque está convencido de que solo quienes llevan el alma en el estilo saben cómo farrear? Si te miraron mal en la puerta del Berghain te vas a cualquiera de las otras decenas de discotecas y bares y te desatas hasta que te sorprenda la luz y el aire fresco de la mañana. Como un trompo impulsado por los largos brazos de un pulpo. Entonces dejas de rotar sobre ti mismo y te lanzas, como si no tuvieras nada que perder, como si el día, como si la vida ya estuviese perdida de todos modos, a las calles de Friedrichshain, de Kreuzberg, de Mitte, de Wedding. Te lanzas con todos los perdidos, con los que no se apuntaron los horarios y no saben ajustar su hora a la hora de los relojes suizos, a consecuencia de lo cual terminan desayunando antes de irse a dormir. Desayunan cuscús o cebiche peruano, pizza o Bratwurst, croissant y café, club mate o una cerveza Berliner Kindl: la comida del mundo, la que sale de las ollas de los migrantes (los verdaderos berlineses: los que llegaron).

La noche se mudó de horario: se duerme de 9 a 17:00. Y al levantarse con el sol crepuscular (tan mezquino a estas alturas del globo) a uno le agarra la melancolía y entonces decide llevársela al lago y ahogarla bajo el agua fresca. Se empaca la toalla, el fernet con cola y se larga uno a nadar a cualquier lago de Berlín: a Wannsee, por ejemplo, mientras las familias ya están regresando a casa y le tiran al paso unas monedas a la chica de los hula-hulas, una serpiente que se confunde con sus aros en un mismo loop: de sus brazos y piernas ondulantes le surgen dos, tres, cuatro hula-hulas que enloquecidos orbitan abrazados a su cuerpo.

La luz del lago Wann cree que el agua es aceite, es arcoíris, así que merodea por su superficie disfrazándose cada tanto de un color distinto, cada minuto un nuevo disfraz. Enamorada del rosa, kitsch como el punkero feliz del metro, el que se bajó en Alexanderplatz con botas Doc Martens pero blancas, con chompa de seda estampada de flores, con cresta rosa: luz enamorada del rosa, el color de la tarde berlinesa desmiente a la historia. Como si Hitler nunca hubiera puesto en marcha la “solución final a la cuestión judía” a orillas de ese mismo lago el 20 de enero de 1942, como si Berlín no estuviera sembrado de búnkeres, de macabras historias marca Segunda Guerra Mundial. Nadamos.

A los turistas en Berlín no les queda más remedio que pasar la mañana perdiendo la fe en la humanidad mientras visitan el Museo Judío de Berlín, la tarde procurando comprender los obscenos mecanismos del poder en Checkpoint Charly (el histórico paso entre el Berlín Oriental y Occidental, donde más de un espía se dejó el sombrero) y la noche en un éxtasis místico de bar en bar, de concierto en concierto, de fiesta en fiesta, perdidos entre la marea de escenas y estilos, en la libertad absoluta de ser, vestir y provenir.

En Berlín no se habla alemán, se habla turco, inglés, español, ruso, berlinés, tantos idiomas como libros hay en la Biblioteca de Babel. Uno se pregunta por qué retorcidos caminos de la historia se llegó a intentar imponer, a una ciudad con alma transcultural, el horror de una “cultura” única. Nada hay más triste y árido que la “pureza” racial, cultural y lingüística, la cual no existe más que como afectación y discurso impuesto desde las oscuras segundas intenciones del poder.

Todo está en transformación: el ser humano fluye, interioriza, transforma, exterioriza y vuelve a aprehender. Berlín es una ciudad ecléctica por antonomasia. Lo fue ya en los años 20, su época de esplendor cuando desarrolló su verdadero ser. Y hoy, rebelde ante la historia, no abandona su vocación de Aleph.

Todo está en transformación: el ser humano fluye, interioriza, transforma, exterioriza y vuelve a aprehender.