Les sugiero, amables lectores, conocer Chobshi y adentrarse en la ‘Cueva Negra’, visitar el Castillo de Duma y Shabalula; hace diez mil años, quizá, estas tierras fueron residencia de los primeros habitantes de lo que más tarde se llamó Ecuador. De Sígsig hasta el complejo arqueológico no hay más de diez kilómetros. El paisaje es único. Cuando el sol alumbra estos valles y colinas, luego de las tres de la tarde, es imperioso registrarlo en fotografías o videos. Las ruinas están bien conservadas. El camino de acceso desde Sígsig es todavía rudimentario; el ‘milagro ecuatoriano’ no se ha dejado ver por estas laderas.

¿Por qué les cuento todo esto, amables lectores? Porque durante mi visita a Gualaquiza abrí un par de páginas de recuerdos donde los protagonistas fueron mis abuelos maternos, páginas que comparto solo con mis amigos, entre ellos, quienes leen esta columna. Fue un coloquio único: los más viejos hablamos a los menos viejos sobre ‘historias viejas’ que no envejecieron, que siguen frescas y lozanas.

El Guabo –propiedad de mis abuelos Adelaida y Benjamín– está después de Narig y Chobshi; la enorme piedra, llamada ‘el cura sin cabeza’, denunciaba su cercanía. De día la Tranca era una inocente quebrada; la noche la convertía en un espacio lúgubre capaz de revivir a los más muertos y de matar a los presuntos vivos: los ‘gagones’, la caja ronca, el caballo de fuego, el ‘cairé, cairé’, las almas en penas o los decapitados, todos ellos reclamaban, entre rayos y centellas, la soberanía sobre doscientos metros de pasaje obligado hasta encontrar la ruta a la casa de los abuelos. Si lo recuerdo todavía, a mis 79 años, es porque esas vivencias no fueron epidérmicas.

Mis abuelos tenían en su propiedad animales que eran de una u otra forma útiles: gallinas, chanchos, cuyes, gatos, perros, ejemplares equinos y vacunos, chivos y borregos. Creo que no falta nadie. Existen amigos que se admiran de mis conocimientos en zoología vernácula. Nadie me los enseñó, viví con ellos. Los hodiernos hijos de la ‘civilización del cemento’ desconocen ese mundo. ¿Cómo enseñarles, educadores?

Mis abuelos tenían entre treinta y cincuenta borreguitos. El corral era amplio y cómodo. Cada año, durante cuatro u ocho semanas el cuidado de los borregos era misión imperiosa entregada a sus nietos; debíamos sacarlos del corral y llevarlos a pastar. Mi abuelo no sabía de carneros y ovejas; él tenía borregos y borregas simplemente. En esta convivencia de familia, de amistad y de vida rupestre aprendí algunas cosas: quien nació borrego será siempre borrego; todo rebaño requiere de ‘un mocho’ (macho), solo de uno; los borregos son gregarios, caminan juntos, viven en montón, balan al unísono; el número de borregos no altera el producto: ocho, treinta, cincuenta o cien, da igual porque son mansos, dóciles, obedientes, responden a su genética. Aprendí también que entre chivos y borregos existen abismales diferencias de comportamiento. El campo es un libro abierto; mis abuelos fueron preceptores de lujo.

“Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”
(Ernest Hemingway).