El domingo anterior, al inicio de clases de 5º curso, mi amiga Patty Batallas y yo contrajimos un raro virus que nos obligó a guardar cama toda una semana. Al volver al colegio comprobamos que no había mayores sorpresas, no nos habíamos atrasado casi nada y seguía tan aburrido como siempre, excepto por la clase de Literatura. La profesora era nueva, joven y una bruja completa, obligaba a leer lo que ella quería, sin darnos chance a escoger lo que nos gustaba. En tan solo una semana esta inconsciente había torturado a las pobres compañeras haciéndoles leer a Kafka y durante el fin de semana El túnel, de Sábato. El lunes yo llegué con la habitual justificación escrita con la perfecta caligrafía de papá y firmada nada más y nada menos que por mi médico de cabecera: Dr. Marco Varea T., o sea mi propio papá. Poco o nada le importó la nota a la desalmada profesora, y como gran favor nos aplazó para el miércoles la prueba de lectura, no sin antes informarnos que para el mismo día debíamos leer también los cuentos de Horacio Quiroga.

Recuerdo claramente aquella tarde de octubre, en que no solo me persiguió el Cordonazo de San Francisco y llegué a la casa empapada, sino también la implacable mirada de Susana Araujo Grijalva, la odiosa profesora a quien admiro, respeto y quiero desde aquella tarde. Gracias a ella conocí a Sábato y sería justamente una frase de El túnel la que me dejaría encandilada y atada para siempre a la literatura y a la vida: “Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo en todo caso: en un campo de concentración, un expianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva”. Años más tarde, este autor presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, cuyo informe final está en Nunca más, un libro que da fe de las desapariciones ocurridas en la Argentina durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Su título pretendió repudiar las atrocidades de la dictadura militar.

La semana anterior, mi hija Carolina, quien gracias a las vueltas que da la vida tuvo la suerte de tener a Susana como su maestra, me llamó muy temprano y con voz llorosa me dijo: “Mamá, hoy el mundo es un poquito mejor”. Yo medio dormida pensé que se trataba de algún logro deportivo, pero me resultaba exagerada la expresión, pero no, ella tenía razón, los diarios del mundo anunciaban que Estela Carlotto, la incansable y valiente abuela de Mayo, había encontrado a su nieto. Tampoco pude contener mis lágrimas. Mentalmente recorrí la Plaza de Mayo, cerré los ojos y caminé rodeando esos pañales-pañuelos pintados en el piso y quise estar en ese Buenos Aires querido abrazando a los amigos que he hecho en mis años de librera, compartiendo con ellos esta emoción.

Creo que únicamente la esperanza de cambiar el mundo, de terminar con regímenes crueles, de alcanzar la justicia nos permitirá decir: hoy el mundo es un poquito mejor.