El virus del ébola ha atacado ya a 1.323 personas, de las cuales 729 han muerto, según información de la Organización Mundial de la Salud. La enfermedad se ha difundido ya en Sierra Leona, Liberia, Guinea y Nigeria.

La enfermedad, según los investigadores, es producida por un tipo de murciélago, que en la zona se conoce como zorro volador. Según la organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, en África occidental los animales son disecados y convertidos en ingredientes de una sopa picante. Por eso, las Naciones Unidas han advertido, desde hace algunas semanas, a esos países que no cacen ni coman murciélagos y animales salvajes de la región.

Pero se trata de países muy pobres, de bajos niveles de educación y de circunstancias históricas y sociales que los hacen fácil presa de epidemias y enfermedades que suelen ser graves y mortales. En algunos sectores, tales son la pobreza y el subdesarrollo que para conseguir alimentos deben internarse en lo profundo de la selva con todos los riesgos que esto supone para la salud. En otras palabras, la mortal ébola es una enfermedad de la pobreza.

Enunciado así, la realidad golpea. Su condición, no elegida, de pobre, los hace víctimas de enfermedades que en otros grupos humanos que viven en otras condiciones higiénicas y alimentarias no se dan.

A estas alturas del razonamiento podemos sentirnos profundamente conmovidos por esos lejanos países africanos pobres, a menudo en guerra y sin sistemas ni políticas de salud suficientes y eficaces.

El ébola es una grave enfermedad hemorrágica, que requiere tratamiento oportuno y acertado, que no está al alcance de todos los afectados, al menos no desde el principio, cuando se convierte en epidemia, se vuelve visible y se moviliza la comunidad internacional.

Pero ¿sucede esto solo con el ébola y solo en África? ¿No hay entre nosotros enfermedades que también son enfermedades de la pobreza? Creo que las hay, son las que afectan a quienes viven en condiciones de insalubridad; a quienes no pueden ingerir agua apta para el consumo humano; a quienes el fango les llega hasta la entrada de la casa y el agua les entra por las goteras; a quienes no se alimentan adecuadamente y a quienes cuando los afecta la enfermedad no pueden tener acceso a un médico, o simplemente ya no lo buscan “porque uno se muere cuando le llega”. Sí, hay enfermedades de los pobres.

Y cuando lo pensamos así, nos hiere que los servicios públicos de salud no siempre son oportunos, ni eficaces y entonces nos preguntamos si es solo cuestión de políticas públicas o también tiene que ver con la forma en que los responsables de esas políticas entienden su misión de servicio. Y más allá, ¿no hay algo que se relaciona con la manera de sentirnos seres sociales, de vivir la solidaridad y de buscar la justicia?