Hace días que busco una comparación para empezar esta columna y no la encuentro. Ni siquiera sirve la de David y Goliat, porque en este caso el que va ganando es Goliat.

Ocurre que durante esta semana el mundo ha visto cómo Israel y Palestina han desatado una guerra desigual, tan desigual que uno de ellos es el Estado más aguerrido del mundo y el otro un rejunte de árabes que viven arrinconados en la llamada Franja de Gaza. Esos árabes no son ni un estado y tampoco una nación en el estricto sentido de la palabra, tanto que se los suele calificar como pueblo palestino: semitas con un origen común en la antigua Palestina de tiempos de Jesús, relegados hoy en diferentes territorios del Medio Oriente y al destierro apátrida por todo el mundo. Apenas tienen una autoridad que no puede hacer nada contra los guerrilleros terroristas de Hamás que hostigan a Israel como un mosquito molesto. Y contra esos terroristas se arma Israel matando y destruyendo todo lo que encuentra a su paso, aunque sean inocentes: niños, familias enteras, casas, hospitales, mezquitas, escuelas... La cuenta ha pasado ya los 1.300 muertos entre los palestinos desde que empezó el conflicto, hace 25 días, cuando aparecieron los cadáveres de tres jóvenes israelíes secuestrados por terroristas de Hamás. También han muerto unos 50 soldados israelíes en la ofensiva: 26 civiles palestinos por cada soldado israelí es la desproporción que marca esta desigualdad.

Una condición esencial de la defensa propia es precisamente la proporción. Lo sabe cualquier abogado, pero es un principio más que evidente, también en el derecho internacional: si a usted lo atacan con una piedra no puede defenderse con la bomba atómica. Bastaría con una fuerza suficiente para evitar o repeler ese ataque. Algo así ha ocurrido entre Israel y los palestinos que viven en Gaza. Palestina no, porque Palestina apenas existe como una autoridad sin territorio ni más estatus internacional que el de una especie de campo de concentración dentro del estado de Israel. No fue entonces Palestina ni los palestinos los que empezaron sino unos terroristas –extremistas, integristas– mimetizados entre sus paisanos inocentes obligados a vivir allí. Y con la excusa de buscar a esos terroristas Israel ha movilizado a sus fuerzas armadas –de las mejor equipadas y entrenadas del planeta– para su expedición punitiva en la Franja de Gaza.

El mundo entero les pide ahora que paren, pero no hay caso. Apenas se consiguen treguas de horas para luego seguir, unos y otros, en un campo de batalla urbano, donde viven hacinados como en una inmensa villa miseria cientos de miles de palestinos que fueron deportados a una partecita de su propio territorio.

No es tan fácil explicar lo que está pasando porque el conflicto entre judíos y palestinos viene más o menos desde la época de… Noé. Esas tierras han sido de los hebreos y han dejado de serlo durante los miles de años de existencia de los descendientes de Abraham. Sus destierros y su diáspora son esenciales a su historia y también la vuelta, una y otra vez a la Tierra Prometida. Pero mientras pasaron las épocas del destierro, alguien ocupaba el territorio y cada vez que volvieron lo hicieron a fuerza de trompetas y de espada o de bombas y opinión pública. La última vez fue en el año 1948, después de la Segunda Guerra Mundial y de sufrir –esta vez en la diáspora– la peor persecución de toda su larga historia de manos del nazismo. El Holocausto, o la Shoá, fue uno de los más terribles episodios de la historia de la humanidad, ocurrido hace apenas 70 años. El pueblo hebreo disperso por el mundo se volvió a congregar entonces en su Tierra Prometida, como lo hizo en tiempos de Abraham, de Moisés y de Nabucodonosor. Pero hacía siglos que allí vivían los palestinos, que en esos años integraban un protectorado británico.

Tal como vamos, pareciera que se busca la paz con el aniquilamiento del enemigo en una guerra sin cuartel, pero también sin final porque aniquilar no es el camino para nada, ni ahora ni nunca. El camino es convivir en el planeta unos y otros, pensemos como pensemos y aunque seamos hijos de Sem, Cam o Jafet. Así es nuestra América, la mestiza, la del Sur. En Guayaquil, en San Pablo o en Buenos Aires convivimos pacíficamente judíos, musulmanes y cristianos, pero también las razas y religiones de todo el mundo. Además de conocer a fondo el mensaje de paz del cristianismo, el papa Francisco tiene clara esa experiencia: no hay otro modo de vivir pacíficamente en Israel, en Palestina o en cualquier lugar del mundo, que convivir como hermanos los hijos del único Dios.

Una condición esencial de la defensa propia es precisamente la proporción. Lo sabe cualquier abogado, pero es un principio más que evidente, también en el derecho internacional: si a usted lo atacan con una piedra, no puede defenderse con la bomba atómica.