–¿Con taxímetro?

—No, no me conviene…

El corto “diálogo” afuera del aeropuerto local dura unos segundos y se repite en tres oportunidades: en las tres encrucijadas, una de las llantas traseras del auto casi pasa y me pisa los dedos de los pies.

Para la época ya estaba vigente en Cuenca –última ciudad del país en acogerse a la disposición– el uso obligatorio del taxímetro. Al finalizar la anterior administración, un acuerdo que perjudicaba a la nueva Alcaldía por los costos políticos amplió en treinta días el plazo para someterse a dicha normativa; pero cuando acabó, la realidad para los usuarios de esta forma de transporte siguió siendo la misma: la negociación previa del costo de la carrera, siempre con una amplia ventaja para los dueños del servicio.

Para muestra un botón: una carrera –que debería ser mínima– entre el sector del coliseo y la Universidad de Cuenca (unas seis cuadras, unos seiscientos metros) tenía el costo “negociado” de dos dólares. En cualquier otra parte del país, el recorrido de una distancia similar no pasaría de un dólar.

El control del uso del taxímetro se inició el 9 de junio anterior, y en un par de meses se escucharon anécdotas al más puro estilo macondiano: como el de aquel usuario que recibió una factura por cinco mil dólares por una carrera mínima. La conclusión fue que los aparatos electrónicos eran manipulados para alterar su lectura.

El tema de la tarifa básica es otra realidad incómoda en este servicio: en el territorio ecuatoriano, excepto en la Atenas del Ecuador, el costo de la carrera mínima es de un dólar; acá es de un dólar con catorce centavos y un dólar con treinta y nueve centavos en la noche.

Esta tarifa, además, no tiene conformes a los taxistas: exigen una base de un dólar con cincuenta centavos, referencial; así, no será extraño que vuelva a aparecer una factura por cinco mil dólares por una carrera mínima.

Lo que aparentemente puede resolverse con la decisión firme, innegociable, de exigir el respeto a la norma vigente, acá incurre en territorios de negociación política: la fuerza amarilla llamaban, en otras épocas, al “taxismo” capaz de impulsar o entorpecer a una administración municipal. Y cuando la negociación política es, además, clientelar, la indefensión del usuario es total.

La semana anterior, técnicos de la Universidad de Cuenca entregaron un informe actualizado de precios cuyos topes (1,39 dólares durante el día y 1,67 dólares en la noche) satisfacen cálculos del bloque de la alianza Participa-Igualdad, incomodan a los de Alianza PAIS e indignan a las pretensiones de los taxistas. La actualización del estudio de costos fue solicitado bajo el argumento de que Cuenca es la ciudad más cara del país.

En medio de todo esto, al ciudadano común y corriente, usuario del servicio, nadie pregunta cómo va su economía o si le parece justo que bajo el argumento de que vivimos en una ciudad cara, la solución sea seguir encareciendo los servicios.

El uso del taxismo revela no solo una, sino varias verdades incómodas sobre las consecuencias de darle un manejo político a un tema eminentemente técnico. Y ponen en lista de espera al ciudadano necesitado de un servicio.