Todos conocemos aquel sentimiento capaz de humedecer los ojos, ablandar el corazón, ver nacer a un hijo nuestro, contemplar a un cachorro recién nacido, mirar a nuestra pareja dormida con expresión de dulce paz. Sin embargo, el homínido, no tan sapiens como lo pintan, es capaz de matar, torturar, lastimar, pegarle con saña a su esposa, sus hijos, cruzar con indiferencia los más desgarradores dramas vividos por los demás. Hicieron la experiencia de exponer a un indigente mal vestido recostado en una calle de la gran ciudad, temblando de frío, de fiebre. La multitud pasó al lado sin inmutarse, sin siquiera lanzar al vagabundo una mirada de curiosidad. El mismo día repitieron la experiencia, pero aquella vez el hombre derribado llevaba un traje príncipe de Gales, zapatos de Bally, corbata de seda, entonces la gente se acercó, se desvivió para ayudarlo a levantarse, le trajo una bebida caliente: tenemos un corazón de reacciones variables. En el semáforo de Plaza Dañín y avenida de las Américas quise obsequiar un dólar a una ancianita encorvada. Con su bastón golpeó levemente mi auto y me hizo una señal como para que me estacionase más adelante, obtemperé. Se acercó cojeando, me dijo: “Cuando era muy niña lo veía a usted en un programa de música de la televisión y siempre quise darle un abrazo”. Ahora sé dónde vive, cómo vive, con quién vive, porque ella despertó en mí el instinto de protección, el deseo de ayudar, pero muchas veces también crucé con total indiferencia seres totalmente desprotegidos. Me preocupa no encontrar más al cieguito que pedía limosna en Urdesa, luego en la Orellana. Tan solo con acercarse a mi auto y oír mi voz me identificaba y sonreía.

En cambio, hace muchos años, cuando niños negritos algo bulliciosos se abalanzaron sobre mi vehículo para limpiar el parabrisas, les mandé una sarta de improperios pues mi carro salía justamente de la lavadora. Entonces uno de los chiquillos radiante dijo con admiración: “¡Usted ha sido amigo de Xuxa!”. Sentí honda vergüenza: ya me importaba poco que me empuercaran el parabrisas, pues la que necesitaba una urgente lavadita era mi propia alma. Creo que vivimos con indiferencia, tenemos miedo de entrar en contacto con los demás. El temor al asalto, a la falta de respeto nos tiene congelados dentro de un ego amenazado. Cada cual camina con el celular clavado en la oreja, al mendigo de turno si tiene una pinta pintoresca podríamos tomarle una foto para National Geographic.

La ternura nace desde lo más hondo de nuestro ser, la hemos cercado con alambres de púas limitándola a lo imprescindible. Abundan detalles, pero ya no somos detallistas. Del amor conservamos el arrebato apasionado, el deseo de llegar lo más pronto posible al beso devorador, a la urgente penetración, mientras el alma suspira por el aleteo levísimo de una caricia, compenetración de las miradas, aquel agujero en el pecho que sentimos cuando extrañamos a nuestra pareja, el dolor que puede causar una ausencia. La ternura, fuerza dulce de nuestra fragilidad, se esconde en un rincón para pasar desapercibida.