Con mucha nostalgia y emoción leí una nota de prensa en días pasados sobre las cosas que más extrañaban los guayacos que residen en el exterior.

Los entrevistados coincidían en que una de las cosas más añoradas de Guayaquil es la comida. Cada quien daba nombres de los platos de su preferencia, pero también coincidían en que aunque los pudieran preparar en sus ciudades actuales de residencia, lo que se extraña de la comida, además de ella misma, es la sazón, el condimento, el saborcito guayaco.

Es que en realidad, los monos somos de buen comer. La gastronomía costeña está plagada de carbohidratos, colesterol y cosas divinamente engordantes. Aquí hacemos unas mezclas calóricas que son pesadilla para los nutricionistas. Ni hablemos de los miles de anécdotas y peripecias que se viven en los sitios tradicionales alrededor de los barrios.

Pero sabemos que si bien la comida nos enamora, lo que realmente nos cautiva y atrapa es la tertulia que se genera a través de ella. Nos encanta disfrutar de una extendida “golpeada” de cangrejos y de la mesa compartida con extraños en algún caluroso huequito del centro.

A la hora de comer es donde fluye con más naturalidad la personalidad de nuestra gente. El guayaco no se queda callado: opina aunque no sepa de qué están hablando. Grita para expresar su punto de vista. Se ríe a carcajadas; se abraza con quien sea cuando juega la Selección; comparte “pescuezuda” a pico y mete cuchara a todo lo que tiene en el plato.

Ese es el verdadero saborcito guayaco. El condimento inagotable de nuestra comida es la alegría, el optimismo, la descomplicación con la que miramos la vida.

Eso es lo que admiran los turistas al venir: la sonrisa del salonero que les sirve, el apodo del cajero y la simpatía del cocinero. Si la comida está buena, lo aprecian también. Pero lo otro es lo que los hace regresar por más.

Es lo que extrañan los nuestros al irse: los gestos, las palabras y el ambiente que son la esencia de la comida de su ciudad.

La semana pasada hubo una feria gastronómica con ocasión de las fiestas patronales. Fue todo un éxito en cuanto a nivel de oferta y de concurrencia. No es de asombrarse, pues todos sabemos que en esas huecas locales es donde más se disfruta el sabor de la comida criolla.

Un aplauso al Municipio, que insiste en rescatar tradiciones y en darles la dignidad y la promoción que se merecen.

Un aplauso a la comida de mi ciudad, que ha demostrado que no es solo gastronomía, sazonada con buenos productos salidos de mi tierra, sino también, y sobre todo, mezclados y servidos con el alma y el orgullo de sentirse guayaquileños.

Un abrazo a los cocineros y gente linda de los miles de huecos famosos o escondidos que forjan los hábitos de nuestro pueblo huancavilca. Un aplauso a todos los que sabemos que comer en Guayaquil es un lujo revestido de aventura.

Un aplauso al Guayaquil que se levanta temprano; que trabaja de sol a sol sin perder la sonrisa; que “pega” encebollado a mitad de la mañana; que se siente orgulloso de sus raíces; que le gusta respirar el río.

Un aplauso para el Guayaquil de mis amores, que alimenta el cuerpo y el espíritu con sabores que salen de la cocina y del corazón de su gente.

¡Una vez más qué orgullo ser guayaquileño!