El conflicto ocurre lejos. Pero lo tenemos cada día en nuestras pantallas, en el diario, en las conversaciones, en las respectivas simpatías o conmiseraciones por una de las partes, en la dificultad de colocarnos distantes de ambas posturas pero contra la misma atrocidad: la de que están pagando un precio altísimo por no saber negociar. Cada quien saca sus cifras de muertos o sus argumentos. Lo que resulta incuestionable es el abuso de fuerza por parte de Israel y las consecuencias del camuflaje civil de Hamás y sus respectivas herramientas de ataque. Es tanta la recurrencia del conflicto entre israelíes y palestinos, que es también un conflicto mediático ineludible y que no debería pasarse tan fácilmente por alto. Nunca un conflicto que haya transcurrido en tan poco espacio físico ocupó tanto espacio mediático. Lo invade todo y, ciertamente, lo distorsiona. Piensen, en este sentido, en la noticia local que los implica a cada uno de ustedes y lo poco que aparece en sus televisores o en las declaraciones de sus gobernantes. Aunque querramos mantener una distancia frente a este conflicto, resulta imposible no solo por una cuestión de humanidad, sino por presión mediática. A mí me resulta escalofriante la insistente mención de los hijos en los artículos de escritores críticos con la guerra: desde David Grossman a Edgar Keret, pasando por Sayed Kashua, entre tantos otros. Grossman perdió un hijo en el conflicto y Kashua emigrará de Jerusalén para no perderlos.

Recuerdo una película-documental de Víctor Erice, El sol del membrillo, que no puede ser menos política, donde se acompaña el día a día del pintor Antonio López, luchando con el paso del tiempo con una pintura de unos membrillos que se le escapan de las manos. El realismo puntilloso de López es mucho más lento que la maduración de sus modelos, los membrillos, lo que lo coloca en la tensión irresoluble de que el modelo real no tiene la misma lentitud o tempo del moroso pintor. Allí, en los largos tiempos muertos del documental, gracias a los cuales se puede entender el proceso del pintor, se escuchan de pronto las noticias en una radio Panasonic. Es el 10 de octubre de 1990 y la locutora dice con esa suave distancia de quien lee en voz alta sin asimilar lo leído: “La Liga Árabe pidió ayer al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas medidas que aseguren la protección de los palestinos (…). El ejército israelí mató a 21 palestinos e hirió cerca de 200”. Esa noticia irrumpiendo al paso en el silencioso documental de Erice es mucho más potente que cualquier película panfletaria, porque aquí la irrupción, al margen, es inesperada, y desgarradora en su aparente asepsia política. Por supuesto, el editor dejó pasar ese audio y es muy probable que subiera el volumen para aprovechar la prodigiosa casualidad. Lo que indica que incluso en un detalle secundario es posible manifestar una preocupación humanitaria por más ajenas que parezcan las elevaciones estéticas. Horas antes, en ese mismo día, Antonio López comentaba con su amigo Enrique Gran la pintura del Juicio Final de Miguel Ángel. Y uno piensa: dónde quedará el juicio de todas estas atrocidades de guerra entre palestinos e israelíes. Han pasado veinticuatro años desde esa transmisión de radio en el documental de Erice. ¿Recibieron justicia esos veintiún palestinos muertos? ¿Es indiferente Antonio López por perseguir a los membrillos y Erice por perseguir al pintor en su taller aislado? Quizá resulte que no.

Este conflicto se ha vuelto un medio para definir posturas a favor o en contra de unos u otros, porque se dirimen detrás de estos “íconos” sangrientos posturas que van de las religiones judeocristianas a la musulmana, la historia de la postguerra mundial, las filiaciones por Oriente u Occidente, el conflicto de Irak, la injerencia de Irán, la primavera árabe. Una de las peores consecuencias del conflicto en Gaza es que se han vuelto símbolos para un mundo que no escucha otros conflictos, y se simplifica en una postura u otra.

Es cierto también que los límites se han pasado hace tiempo y que ya no hay antecedentes que justifiquen tanto abuso de fuerza militar y tecnología. Pero aun en medio del horror y muerte que Israel ha provocado, esto no significa la justificación del otro lado. Parece que lo justo, lo correcto, hoy en día, es defender a los palestinos, y en este punto es donde hay que seguir diciendo no. Porque solo en la medida que ambas partes reciban este “no”, hay la posibilidad de que puedan tomarse acciones concretas para impedir tantas muertes. Hace unos años conocí a un palestino que vino a mi casa a realizar una instalación de internet. Por un momento pensé que era judío y le pregunté de dónde venía. Solo me dijo: “de la Tierra Prometida”. Me dejaba en el aire. Le insistí y me dijo que era palestino. Al extenderse sobre el conflicto me dijo que de lo que no quería hablar era de Hamás. Le habían hecho la vida imposible. Quería olvidarse de todos, aunque recordaba con nostalgia su “tierra prometida” a la que nunca pensaba volver.

Aunque siga pareciendo inútil escribir un artículo porque la situación no cambia para nada, hay que seguir haciéndolo. En otro artículo sobre el conflicto, dije esto: “No podemos hablar de ‘genocidio palestino’ por más prepotente que haya sido la incursión militar de Israel. Asociar su táctica de guerra con la sistemática atrocidad de un genocidio, y más si se alude a los nazis, es no entender la resonancia de la Historia en el alcance de una palabra”. Fue hace cinco años. Parece que nada ha cambiado. Pero lo seguiré diciendo, aunque me repita, aunque no gane amigos, aunque los seguidores de una parte solo lean la que les toca. Quizá a punta de repetirlo se vea lo que no se quiere ver: que todos son culpables por no sentarse a negociar y que la memoria y la paz no se negocian sobre una equivalencia de muertos.

Parece que lo justo, lo correcto, hoy en día, es defender a los palestinos, y en este punto es donde hay que seguir diciendo no. Porque solo en la medida que ambas partes reciban este “no”, hay la posibilidad de que puedan tomarse acciones concretas para impedir tantas muertes.