Julio, octubre, diciembre son meses que arrastran fechas significativas. Si observamos mejor, cada mes tiene las suyas, y si aguzamos la mirada sobre cada vida particular, todo individuo marca en rojo algunos números del calendario. Vamos en pos de lo destacable, de lo excepcional, porque la rutina tiene un vestuario gastado. Tal vez sea la distancia con las doce vueltas de 30 días, que nos hace sentir que “este” julio es singular respecto de los anteriores.

Lo cierto es que los guayaquileños nos ponemos más intensos en este tiempo, cuando el clima refresca un poco los ardores del trópico y son muy visibles en el ambiente las iniciativas del festejo. La historia de nuestra fundación desempolva su rostro sin muchos nombres porque estos –de mencionarse– tendrían que ser españoles. Entre julio y octubre se entabla una dialéctica que representa dos momentos antagónicos de la vida colectiva: un tipo de inicio a partir de la planta extranjera sobre nuestra tierra (y digo “tipo” porque este territorio tenía pobladores autóctonos) y la liberación, precisamente de esa misma presencia, que tres siglos después obstaculizaba el desarrollo.

Ojalá tuviéramos muy claro el origen de las celebraciones para ser coherentes con las fechas, pero creo que se van olvidando al calor de las emociones que inyectan el presente. Hoy vibramos cuando suenan los compases de la música montubia, cuando las polleras se amplían y los pañuelos dan vueltas sobre las cabezas porque vemos en esos signos la representación de una autoctonía que no quiere perder algunos rasgos de identidad. Ya sabemos que tal concepto no es un arquetipo rígido, que no hay “maneras de ser” inamovibles en el tiempo y que la contemporaneidad está cargada de toda clase de mezclas. Pero también queremos ser “guayaquileños”, hombres y mujeres con cierto manera de sentir, de trabajar y de pensar, y que estamos ligados a un paisaje y a unas tradiciones al punto de construir un gigantesco círculo común.

Muchas veces creo que este afán es un ideal, una consigna escolar, un oportunismo político, avivado al son de la fuerza oratoria de unos o de los alcances de una campaña electoral. Pero hay otros lenguajes echados a rodar en la compleja convivencia de esta ciudad y que son dignos de tomarse en cuenta. Aprecio cierta sensibilidad social impregnando el arte volcado a mostrarse en este mes, un esplendor de laboriosidad entre quienes salen a ganarse la vida con esfuerzo e ingenio, una sensualidad legítima en la oferta gastronómica, una avidez por vivir novedades aunque los mayores se vayan muriendo y se luche con los centavos.

Guayaquil es grande, acogedora, caótica e intensa. No le gustan las medias tintas, se da cuenta cuando le ofrecen obras y luego no se las cumplen, va mejorando su rostro y sus condiciones de vida y anhela que sus autoridades tomen las decisiones adecuadas para superar sus problemas. Guayaquil resiente la distancia de que en sus días clave sus representantes la celebren colocándose en los extremos de su hermoso portal que es el malecón Simón Bolívar.

Guayaquil quiere unidad, atención, armonía, asomada como está, a la belleza de su río y de su fervor juliano.