Debo reconocer que la arrolladora estrategia política del actual gobierno, que le ha permitido acaparar directa o indirectamente el control del país, está afincada, en buena medida, en el manejo mediático oficial, nunca antes visto en este rincón del mundo.

Porque la importante obra pública que este gobierno ha puesto al servicio de los ciudadanos es más imponente en la medida en que se ha promocionado hasta la saturación en los medios locales, públicos y privados.

Luego, manejo mediático, obra pública y poder político se han convertido en elementos de un encadenamiento exitoso; y en la medida que el desgaste del proyecto político se evidencia, los eslabones deben apretar el acelerador para compensarlo y sostener el poder político en el tiempo.

Hoy me voy a referir a la profundización del control de la comunicación a través de la propuesta de reforma constitucional que pretende considerar a la comunicación como servicio público.

Yo entiendo que la intención de convertir a la comunicación en servicio público no es otra que justificar mayores controles oficiales a la actividad de los medios de comunicación privados, empresa que por su fragilidad conceptual necesita apariencia racional, y la cobija constitucional bien puede cumplir tal cometido, especialmente, frente a las justificadas críticas de las organizaciones internacionales protectoras de derechos humanos.

Pero tanto al oficialismo como a quienes con válidos argumentos critican la antes referida iniciativa, quiero recordar que más allá del enredado juego de palabras en que los ecuatorianos hemos caído en estos siete años, hay algo absoluto, irreductible e incuestionable: la libertad de expresión es un derecho humano reconocido por todos los tratados internacionales en materia de derechos humanos de los cuales el Estado ecuatoriano es suscriptor, y, en consecuencia, obligatorios y con rango superior a cualquier ley de la república.

De modo que todo funcionario público ecuatoriano está obligado a proteger y defender el derecho a la libertad de expresión de cualquier habitante, sin distinción de raza, condición social o económica, ideología política o religión.

Entonces, si la libertad de expresión está garantizada, no por decisión de los constituyentes, sino por mandato ciudadano, por ser esencial al ser humano, cualquier leguleyada en relación con la comunicación jamás podrá atentar contra la libertad de expresión de los ciudadanos, al menos en una democracia real.

Y con este argumento, que no acepta esguinces, toda disposición legal, e incluso constitucional, que disminuya o restrinja esa libertad fundamental deberá ser de obligatoria inobservancia para las autoridades públicas y judiciales.

La libertad de expresión se ejerce en una sociedad de múltiples formas, y una de ellas, a través de los medios de comunicación social; y también tienen derecho a ejercerla los periodistas y directivos de esos medios de comunicación, pues su rol dentro de la actividad comunicacional no los reduce a una categoría inferior como seres humanos, ni les mutila su derecho a la libertad de expresión.

En consecuencia, cualquier disparate legal o constitucional que atente contra esa libertad de expresión simplemente será incompatible con los estándares civilizados y universalmente aceptados en materia de derechos humanos, plasmados en los tratados internacionales vigentes de los cuales el Ecuador es suscriptor.

Mientras exista vida, hay libertad de expresión y ninguna autoridad, ni persona en el mundo puede agredirla. Lo demás es maquillaje, que al final de la historia será juzgado como tal.